El pacto

Verónica Ponte García MIEMBRO DEL COMITÉ NACIONAL DE LA ASOCIACIÓN JUDICIAL FRANCISCO DE VITORIA

OPINIÓN

Imagen de archivo de la fachada del Tribunal Supremo.
Imagen de archivo de la fachada del Tribunal Supremo. Emilio Naranjo EFE

05 may 2024 . Actualizado a las 05:00 h.

Cualquier jurista en sus comienzos recuerda sus primeros pasos por la universidad. Nuestra vida discurría entre paseos por pasillos que nos parecían excesivamente grandes, clases, exámenes, trabajos y fiestas nocturnas. A la vez, sin apenas darnos cuenta, nos enseñaban los básicos que permiten que la comunidad viva y conviva en paz. Estábamos aprendiendo la esencia del Estado de derecho, de nuestra democracia.

Una de las ideas que más nos marcaron fue el origen del modelo actual de Estado de derecho. Se basa en un pacto por la convivencia. Un acuerdo mediante el cual toda la ciudadanía asume que ya no cabe el uso individual de la fuerza, sino que los conflictos se resuelven de una forma civilizada por un tercero encarnado en la figura del juez: un tercero imparcial e independiente, encargado de la defensa de los derechos fundamentales.

El sistema se completa con un legislador que va fijando, siguiendo la Constitución, los mínimos que se deben cumplir y determina en cada momento las conductas que no se pueden llevar a cabo, sin establecer exclusiones respecto a quién puede cometer un delito (salvo el jefe del Estado). El círculo se cierra con el establecimiento por el mismo legislador de una serie de recursos para que las decisiones judiciales iniciales puedan ser revisadas (ante órganos judiciales superiores y también ante el Tribunal Constitucional y otros tribunales europeos).

Un mecanismo de contrapesos que permite que la separación de poderes sea una realidad: el poder judicial ha de ser independiente, pero, a la vez, debe contar con límites que permitan corregir aquellas decisiones judiciales que no se ajusten a las previsiones legislativas.

La Historia nos ha enseñado a rodear el sistema de garantías, porque es inevitablemente frágil para preservar el justo equilibrio entre poderes: los fuertes siempre pueden estar tentados de tratar por todos los medios de corromper el sistema que limita su poder y de hacer saltar por los aires la seguridad jurídica. Por ello, se establecieron la separación de poderes y una serie de controles para evitar que cada poder del Estado (legislativo, ejecutivo y judicial) abusara de su posición. De esta forma, el poder judicial controla a los otros dos, como límite a estos. El sistema no es perfecto, pero casi.

Llegamos así a nuestro actual modelo de comunidad en el que la fuerza bruta ya no es necesaria y en el que la armonía y el equilibrio deberían presidir nuestro día a día. Sin embargo, nuestra sociedad vive cada vez más polarizada (conservador-progresista, derecha- izquierda), y muchos sin ganas de leer ni pensar más allá de sus esferas culturales y sociales creadas por el populismo y pobladas de frases vacías y discursos emocionales. El pensamiento crítico se aletarga.

En España, el debate sosegado y riguroso es excepcional, en nuestro parlamento, ya no se recuerda: el ruido y las consignas partidistas han suplantado groseramente a la templanza y al debate de altura.

La judicatura se somete solo a la ley. Es la independencia judicial. Eso asusta, no conviene, no se somete al poder político. ¿Cómo doblegar a quien actúa solo bajo un prisma legal y no por intereses de partido?

La violencia ya no es necesaria para ello. Basta con sembrar la duda sobre las togas, volver al polarizado discurso conservador-progresista. Ellos contra nosotros. El veneno así se extiende rápidamente y los frutos que cabe esperar de su inoculación se sienten espeluznantes.

El precio a pagar por esta deriva resulta aterrador: se ataca la esencia de la independencia judicial que es garantía de los derechos y libertades de los ciudadanos. El coste final, nuestra democracia. ¿Qué España estamos dispuestos a ser?