Hace unos años en Porto de Son, Xosé Manuel o do Ébora, se encadenó a la puerta de su bar para pedir justicia. Para manifestar su desolación ante la autoridad competente que, atendiendo a una denuncia vecinal, le negaba la licencia de apertura. En aquellos días, Xosé Manuel sintió el ahogamiento transparente y helado de la vida en tierra. Impactado por la crudeza de aquella escena, escribí un artículo en estas mismas páginas en el que meditaba sobre aquel hecho y pedía a quien pudiere realizarlo que, sin más trámite, concedieran la licencia de apertura a aquel hombre que reclamaba su derecho a trabajar dignamente. Pocos días después la licencia le fue concedida y me alegré de haber aportado, con otra mucha gente, la poca fuerza de mi brazo para abrir la puerta de la intolerancia.
Allí, en aquellos días, se dilucidaba la tragedia meditada por tantos y tantos sabios desde hace siglos. Hay muchas, demasiadas sentencias y apreciaciones legales pero no justas. Lo reitero. Legales si, pero injustas. Aquel caso del Ébora era uno de ellos. Y todavía hoy ronda en su atmósfera de pequeña historia de pequeño pub de pequeño pueblo, de modo que cualquier día aún podría la oxidada espada del rencor, descargar su golpe oscuro sobre el sudor y las lágrimas del trabajo diario.
Fui testigo de que aquel sufrimiento fue máximo y creí que, como otros de los nuestros, aquel hombre ya había saldado sus deudas con la vida siniestra de las tinieblas. Horrorizado leí el lunes en este periódico la odisea que los dioses de la mar le tenían reservada a Xosé Manuel y a sus compañeros, Juan y Beni Torres. Los dioses de la mar y de los cielos son implacables con los hombres buenos. Parecen exigirles más y más a cada trago que les permiten dar al agridulce cáliz de la vida.
Un accidente inmerecido, la afilada daga de la reina de las sirenas en un día de ira incontenible, segó como si fuera mies madura, la carne y el alma de dos vidas irrepetibles. Comprendo ahora el porqué Xosé Manuel pudo salvar sus cuerpos del hambre negra de las profundidades. Ciñéndolos al suyo, abrazó la muerte con su vida y esperó ante la boca del monstruo de la noche que algún dios menor se apiadara de él como años antes había sucedido.
Tenía fe porque en otro tiempo había experimentado sus caminos, se había encadenado a la tierra asfixiante que lo ahogaba y había conseguido que los residentes en las alturas escucharan su grito de silencio. Así fue y así venció al frío y a la luminosa espuma de las olas. La fe que había ensayado su sangre años atrás, le llevó a coronar la exigente cumbre que le aguardaba desde entonces. Benditas sean sus tres almas para siempre.