Ruth Matilda en la Costa da Morte

CARBALLO

La fotógrafa norteamericana recorrió las provincias de A Coruña y Pontevedra en 1924 y 1925, y además de tomar imágenes, escribió un libro en el que destaca la zona

06 abr 2008 . Actualizado a las 02:00 h.

En 1924 desembarcaba Ruth Matilda Anderson con su padre en Vigo. Traía un encargo de la Hispanic Society of America, describir y fotografiar España. Su viaje estaba dedicado a un lugar en el que ya había estado el presidente de esas sociedad, Archer Milton Huntington, 25 años atrás.

Ruth Matilda Anderson se haría famosa por sus fotografías. Recientemente se han reeditado libros con sus imágenes y no hace muchos años su obra se pudo ver en una gran exposición en Santiago. Suerte distinta corrió su libro de viajes, bastante menos conocido.

La obra la publicó la Hispanic Society of América en Nueva York mucho después de su regreso, en 1939. Solo conocería una edición, de la que todavía se pueden conseguir algunos ejemplares en Estados Unidos.

El libro dedica cerca de 500 páginas a las provincias de A Coruña y Pontevedra, y en él ocupan un lugar destacado varios municipios de la Costa da Morte, a los que dedica un buen número de páginas.

De aquel viaje de Ruth Matilda Anderson por la Costa da Morte, cámara en ristre, quedaría un niño con el gusanillo de la fotografía metido en el alma, después de conocer a la viajera en Muxía. Se llamaba Ramón Caamaño.

Anderson llegó con su padre a Vigo en noviembre de 1924 y emprendió un viaje hacia el norte. Cuenta en su libro que, mirando el mapa que tenía, al norte de Muros parecía no haber nada. Ni carreteras, ni puentes, ni indicadores.

Van a pie, con gente que les lleva los bultos. Porque ellos quieren llegar a Fisterra. En su camino se topan con un inspector de Educación en ruta que les recuerda que allá a donde van «no hay amables costas con aldeas y redes de carreteras como las de las Rías Baixas. En esta parte del norte la tierra es severa y avara. El mar, con todos sus peligros se muestra como el amigo más generoso». Y en noviembre la Costa da Morte, la «Coast of Death», no parece destino atractivo. Cuenta Anderson que, según sus informaciones, la Costa da Morte era una línea que llegaba de Muros a Fisterra «y aún más allá».

Por aquellos días, el único modo de llegar desde Louro (Muros) a Corcubión era caminando o a caballo, y había dos días de camino haciendo noche en O Pindo.

Y ellos caminan por el interior, por las montañas, pasando por tierras de Carnota y acercándose poco a poco a O Pindo donde pernoctan y donde, además, han de contratar porteadoras. Contratan a dos niñas de la zona y a las dos las retrata, imagen que recuerda a aquellos africanos que llevaban los bultos a los colonos ingleses: van descalzas, en fila, con las maletas en la cabeza.

Le encanta el paisaje de grandes rocas y llegando a O Ézaro recuerda un poema de Archer Milton Huntington: «Fuera de las prisas, fuera de la oscuridad, cantando una canción aprendida a la tormenta, susurrando trémulas historias del día en que las montañas se desgajaron, para abrir el camino a los brillantes pies blancos de la Virgen vestida de blanco. Ézaro, Ézaro, voz de la noche».

Menos poética resultó el colmado en el que los atendieron. Allí, en la cocina, una anciana cocinaba filloas de harina de maíz a su llegada, mientras dos niñas descalzas descansaban a su lado.

A Ruth Matilda Anderson le impresionó el trabajo de las mujeres en la pesca. En la playa un buen número de mujeres participaba en un sistema de pesca arrastre en el que las redes las echaban al mar dos traíñas, retirándola las mujeres desde la costa. Tiraban de ellas enganchando las cuerdas a un arnés en la cintura, al ritmo que marcaba una «gallega brava», como la llama la fotógrafa: «¡Ala mulleres, ala por enriba! ¡Por enriba! ¡Agora, ala!», recoge en su libro.

La americana pudo ver después como las dos traineras sacaban los peces que afloraban a la superficie.

Breve fue su parada en O Ézaro. Emprendieron viaje hacia Corcubión. Hacia allí habían mandado antes a las dos porteadoras descalzas. Se las cruzaron cuando las niñas iban de vuelta. Y ahí empezó el mal trago: las dos habían llevado sus bultos a una fonda en Cee por órdenes de la patrona de la de O Pindo en la que habían dormido y donde habían recibido un buen sablazo. La posada de Cee era de unos familiares y el sablazo volvió a repetirse. Así trataban algunos a los turistas.

En su viaje pide explicaciones Anderson del nombre que se le da a la comarca: «Si los barcos no naufragaban en la tormenta, los bárbaros hombres de Finisterre los hacían naufragar con argucias». Se hace eco de la leyenda según la cual ataban linternas a los cuernos de unos bueyes para despistar a los barcos.

Lamentan, ya en Fisterra, donde son asaltados por una multitud de niños famélicos, que no hay nadie en el monte de O Cabo que les enseñe los míticos lugares.

De la salvaje Fisterra se llevaron de recuerdo al lobo de mar (el de la primera fotografía de este reportaje) a quien pidieron ayuda para escapar de los niños y del café que tomaron en el Semáforo con los técnicos del faro cuando allí llegaron, cansados y ateridos. Al día siguiente se preguntaba Anderson, en Cee, cómo era posible que alguien pudiera vivir en Fisterra. Lo entendería un año después, según confiesa, cuando regresó y pudo contemplar el paisaje bañado por el sol.

En la zona comió filloas con azúcar y pasó por pensiones en las que las pulgas solían compartir cama con los huéspedes.

Toda una experiencia en la Galicia más salvaje, la misma zona a la que llegó otro viajero ilustre que también escribió un libro con sus experiencias, solo tres años antes, Aubrey Bell. Desde Cee -y en autobús, un lujo unos años antes- Ruth Matilda Anderos y su padre partirían hacia Santiago. Aún volvería a la Costa da Morte meses después para pasar por Vimianzo, Muxía y Camariñas, donde su cámara recoge muestras variadas de encaje y otras curiosidades de la comarca. Pero esa ya es otra historia, suficiente para una segunda entrega de sus peripecias.