Un preso de Teixeiro cuenta a varios estudiantes de Betanzos los malos hábitos que lo condujeron a diez años de cárcel
01 abr 2009 . Actualizado a las 12:04 h.José Ramón camina sobre la tarima del salón de actos. Se le nota nervioso y no puede parar de moverse de un lado a otro. Parece un ensayo del club de la comedia porque algunas de sus palabras y gestos arrancan las risas del auditorio. Pero tarda en sacudirse los nervios. Porque no está acostumbrado a hablar en público y, sobre todo, porque está disfrutando de unas horas de libertad por primera vez en una década.
Invitado por el Instituto Francisco Aguiar, José Ramón acude al centro escolar con dos profesores de la escuela del penal de Teixeiro, con los que se aplica duramente, como demuestran sus sobresalientes. Esta vez él es el profesor e imparte la valiosa asignatura de la mala vida a adolescentes en edad de escoger caminos equivocados. Tiene 33 años y los diez últimos los ha pasado en la cárcel con un único respiro de tres meses en libertad.
La suya es una lección cronológica en la que desgrana cómo pasó de las garrafas de alcohol en el castillo de San Felipe -nació en Baracaldo pero siempre vivió en Ferrol- a los «porritos», de ahí a los tripis , al LSD «y notas que el bolsillo lo empieza a notar y optas por traficar para financiarte tus diversiones». «Y luego llega la cocaína de jueves a domingo, o hamburguesas llenas de éxtasis», confiesa a su aforo, que responde con cara de sorpresa. «Y el cerebro se te va distorsionando».
Doce mil euros en dos días
Con quince años, José Ramón abandonó su casa paterna en Ferrol para fabricar su mala vida. «Al final no eran las drogas, sino el verme invencible, y llegué a gastarme doce mil euros durante un fin de semana», recuerda el reo, al que le quedan dos años de condena. Más consecuencias de la mala vida: «Tengo una hija de doce años pero no la veo desde que era un bebé».
«La madre de mi hija me dejó, normal, nadie quiere hundirse en tu mismo barco, algunos saben nadar y hoy la mejor forma de nadar es estudiar. A mí si me llaman empollón me siento orgulloso», relata José Ramón mientras continúa con su movimiento de pelota de tenis en el salón de actos. «Hay que ser competitivos en la escuela, el premio es un trabajo y os aseguro que mola ese premio».
Y comienza el turno de preguntas de los estudiantes. «¿Qué piensas hacer cuando salgas de la cárcel?». José Ramón se ríe, exhibe su irregular dentadura afectada por las drogas y responde: «Lo primero, acudir intensamente a un dentista». Y el aforo se relaja entre risas.
Pero la charla da un giro y el profe se pone serio cuando describe su vida en el penal. «Ya en el primer día acabé en la celda de aislamiento», recuerda. «La convivencia es muy dura, allí estás con gente que ha matado a otros internos y tú te tienes que volver más chulo que nadie, no te quitas la careta ni por carnavales y esa actitud todos los días hace que ya no te acuerdes de cómo eres».
Benito y Chus, dos de sus profesores, le arropan sobre la tarima. Él explica las catorce puertas que debe atravesar cada día para impartir las clases. Ella cuenta cómo imparte gallego a un preso navarro a través de un agujero de diez centímetros. Es solo un detalle de la dureza de la cárcel, el lugar donde desemboca la mala vida.