Raña, que fue número uno en el triatlón, está entre las bajas del Xacobeo, pero se niega a bajarse de la bici y relata para La Voz las vivencias de su primer año en el pelotón
28 oct 2009 . Actualizado a las 18:19 h.Ir a sesenta por hora limpiando la cuneta, esquivando baches, intentando no caerte, con el corazón a 190 pulsaciones y rezando para no quedarte cortado, no era lo que soñaba yo cuando decidí ser ciclista. De pequeño seguía el Tour por la tele. Veía a los corredores sufrir, como esprintar, atacar, bajar un puerto... Miguelón destrozaba la carretera en una crono. Pero no conocía lo que he vivido este año: la trastienda del ciclismo. En mi primera carrera, en la Challenge de Mallorca, me luxé la clavícula. Pero pensé que aquello no era tan malo. Era lo que yo había elegido. Es un mundo duro, pero en el que quiero seguir. Aún no me considero fuera del Xacobeo. Es mi primera opción. Porque tengo una reunión pendiente con el gerente de la formación. Mi experiencia se puede resumir con la novena etapa de la Vuelta a Portugal. En la salida me río, hablo con las azafatas y me tomo un café en la village . Todo para engañar a un cuerpo al que vamos a someter al máximo. Llega el momento. Me acerco a la salida buscando esa pequeña sombra que pueda cobijarme un momento. Veo las piernas aceitadas de algunos corredores debido a algún músculo cargado. Echo un trago al bidón para aprovechar que el agua aún esta fría. Arrancamos. Duele esa rozadura en la entrepierna. No puedes pedalear cómodo, pero no le das importancia. Vas colocándote para estar delante en cuanto se acabe la neutralizada. Y aquí empieza la tensión. Mientras intentas subir posiciones te meten el manillar, todos quieren ir bien colocados, lo intentas por la acera... Bien. ¡Estoy delante! Pasamos la pancarta del kilómetro cero. Los ciclistas se convierten en una manada de toros salvajes, las cadenas se retuercen. Pasamos de veinte a sesenta kilómetros por hora en un instante. Y queda una kilometrada con tres puertos. Rezas para que llegue la tranquilidad o puedas pescar una fuga. No entro en la escapada. Ese momento, uno de los más guapos de la temporada llegará más tarde, en Chihuahua. A principios de año esa aventura era impensable para mí, no me enteraba de cuándo arrancaban y cuándo paraban. El ciclista, en su pinganillo, no deja de escuchar: «¡Vamos, hay que estar a los cortes!». Es agobiante lo del pinganillo, aunque lo agradeces cuando pinchas, bajas a por agua o te dan consejos tácticos porque no tienes experiencia. Y viene bien para avisar a un coche del equipo porque notas una vibración en tu dorsal y recuerdas que te has olvidado el móvil en el maillot, como me sucedió en el Gran Premio Paredes. Estamos a punto de entrar en el primer puerto y el ritmo se acelera. Notas que las piernas te van a reventar. Y ya empiezan los calambres. El puerto lo haces a tope. Mejor no cortarse, de lo contrario puedo quedarme solo y entrar fuera de control. Mientras unos atacan otros contamos los metros que quedan para coronar. Aun hay algo de energía aún en las piernas. El cuerpo se recupera en la bajada, pero mantienes aún cierta tensión. Bajar a 80 kilómetros por hora no te permite disfrutar del paisaje. Y llega el momento de ir a por agua. Detrás del pelotón hay overbooking de corredores cargando bidones. En el avituallamiento yo como mucho. Me lo dicen siempre mis compañeros. Supongo que será normal que yo queme más yendo a 160 pulsaciones de promedio que otro que va a 130. Sufro en los siguientes puertos. Me descuelgo. Y cruzo la meta a más de media hora del ganador. Hace mucho rato que ha llegado David Blanco. Me hace ilusión compartir conversación en el pelotón con David, un ciclista con el que entreno y uno de los grandes de la carrera. Yo no me resigno. El primer año he aprendido. He sufrido. He mejorado. Quiero probarme una segunda temporada. Es mi reto. Mi sueño. Ser ciclista.