El Xeral de Vigo retoma el pulso tras un fin de semana loco en el que mostró las grandezas y las miserias de un sistema sanitario que puede con todo, pero que retrasa hasta el absurdo la atención a los pacientes
30 nov 2008 . Actualizado a las 02:00 h.Son las siete de una mañana especialmente fría que podría ser una mañana cualquiera en el Xeral de Vigo si el centro no estuviera todavía recuperándose de la primera gran avalancha de pacientes que lo dejó trastocado durante el último fin de semana. Urgencias ya se ha liberado de la penosa presencia de los ingresados en los pasillos y la mayor parte del hospital se pone en marcha. En una hora, los médicos empezarán a recibir las novedades de la guardia, los quirófanos se irán preparando para la actividad diaria (distorsionada aún por el follón), los laboratorios se pondrán a funcionar y quienes han pasado la noche dentro tomarán café con los que acaban de llegar. El hospital abre definitivamente los ojos.
Superpacientes
A las ocho, Urgencias es la viva imagen de la calma tras la tormenta. La sala de acompañantes está desierta y la animación se traslada a la zona de consultas externas por donde, durante toda la mañana, irán desfilando centenares de usuarios de la sanidad pública, pacientes en toda la extensión del término. A esas horas se espera poco, pero a mediodía hay citas que acumulan dos horas de retraso. No es una singularidad de Vigo, es lo normal: horas de espera tras meses de espera. Una consulta rápida y a la larga cola en la que se recibe un volante para otra larguísima espera. ¿Cómo no se van a llamar pacientes?
Sudokus, periódicos, algunos libros... Muchos ya van armados a la consulta. Auriculares hay pocos, el paisanaje calza una media de edad bastante alta, una generación que no llegó a la electrónica. Seguramente, la más veterana es la señora Eufemia, de Redondela, que con sus cien años cumplidos espera a que la atienda el traumatólogo en una camilla aparcada en el atiborrado pasillo. La abuela está quejosa. No es de extrañar. Son las once menos diez y tenía cita a las nueve y media. «Mi madre, el sentido lo tiene todo. Pero solo está a gusto en su casa», justifica la hija de la centenaria. La situación no conmueve el turno y otros pasan mientras la abuela los ve entrar: «Y luego, cuando salgamos -pronostica la hija-, una hora más esperando la ambulancia».
En las plantas, los médicos van completando sus visitas y reorganizando el follón del fin de semana. Por la tercera pasea Rosalía, una señora de 54 años más simpática que los euros y que no olvidará fácilmente lo que le pasó el lunes. El proceso iniciado en el 2004 iba a concluir al fin aquella mañana. Rosalía fue trasladada al quirófano, atendida por el equipo e incluso llegó a escuchar al anestesista eso de «ahora va a sentir que se marea un poco». Pero de pronto, alguien vino, informó de que uno de los dos cirujanos que debían intervenir había sido reclamado en Urgencias y la señora Rosalía se mareó, sí, pero del susto. «Yo ya estaba muy contenta, porque me trataron todos con mucho cariño, pero no me hable, no me hable, que me llevé un susto terrible». Si no se cruza otra vez la mala suerte, la operarán mañana.
Por la misma planta, Isabel, de 50 años, espera hablar pronto con el médico y ver qué pasa con su madre, de 78, ingresada provisionalmente en ginecología: «Su problema no tiene nada que ver, pero esta debía ser la única planta con camas libres». Otra consecuencia del barullo del fin de semana. En realidad, la segunda parece una de las plantas más animadas.
También allí están las embarazadas, las recién paridas y los bebés, la parte quizás más alegre del hospital, donde la inquietud máxima se transforma en un segundo en lágrimas de alegría. Varias familias esperan el feliz desenlace. Dentro, las matronas se afanan en un servicio laboralmente incendiado: «Cuando llego a mi casa es como si saliera del gimnasio», explica bufando una de ellas. En los últimos meses, el servicio ha ido perdiendo personal por diferentes motivos hasta convertirse en un destino maldito para las nuevas matronas. «Hace meses que estamos incluso por debajo de los límites que marcan los servicios mínimos para una huelga, a pesar de que somos el centro con más partos de Galicia».
Las dos caras
Hasta las ocho de la tarde, el hospital es un hervidero de pacientes, acompañantes y trabajadores. Un microcosmos en el que, pese a la visible y profusa presencia de agentes de seguridad, nadie te pregunta adónde vas ni de dónde vienes y en el que, con un poco de organización, tal vez se podría vivir al modo que algunos refugiados lo hacen en los aeropuertos.
En la tercera planta están ingresados los niños. Pasan de las ocho y el pasillo está desierto. Solo una madre pasea inquieta por allí. Hace muy poco que ha ingresado con su hija, que será intervenida antes de 48 horas y en su rostro se congestiona toda la preocupación del mundo. Poco importa la patología de la niña, Pastora está desencajada. Al fin y al cabo, estamos en un hospital. La otra cara es la de la joven abuela de Lucía, que acaba de nacer. La señora se entera en una cafetería cercana, cuando se disponía a pinchar algo con su familia tras un largo día esperando. Suben todos en tropel para ver a Lucía, que ha llenado de luz la habitación. La algarabía retumba en la planta. Son más de las 10 de la noche y el Xeral bosteza.