El mayor éxito en los tratamientos ayuda a mantener la esperanza
06 feb 2011 . Actualizado a las 06:00 h.La escuela Camilo José Cela la forman un par de aulas que en realidad son una sola en dos espacios. Tiene mesas, juguetes, ordenadores, como cualquier clase infantil, reventada de colores alegres. En una esquina, decenas de fotos empapelan la pared. Son niños que han pasado por allí en algún momento de su vida, en el peor seguramente. Ruth Vázquez, la maestra que fundó tan singular escuela y que lleva en ella toda su vida profesional, tira de la cadena que le rodea el cuello y hace aflorar una joya que es un pequeño sonajero: «Es mi llamador de ángeles». Lo hace sonar y dirige la vista hacia una de las dos paredes que convergen en la esquina alicatada de sonrisas infantiles: «Aquellos son los que se nos fueron».
Ruth, que lo sabe todo sobre cómo afronta el ser humano la peor prueba a la que puede ser sometido, resume en una frase una vida asomada al máximo dolor: «Antes, esto era un calvario con crucifixión. Ahora, la mayoría de las veces solo es un calvario. Se salvan muchos». Por la escuela rulan los chavales, peladitos, con sus horarios rotos, sus dolores y sus ilusiones. A Ruth la ayudan unas pedagogas de la Fundación María José Jove que también andan por clase, además de padres y madres que entran y salen.
Óscar y Olga
Óscar y Olga están con su pequeño, que recibió el diagnóstico hace cinco meses: «Estamos unha semana na casa e dúas semanas aquí», explica él. Los dos tienen trabajo, aunque ella no ha vuelto desde septiembre. Un niño en el hospital y el otro en casa es un ritmo muy difícil de aguantar. «Non facemos plans a longo prazo», admite Óscar, pero los dos están muy interesados en poder acogerse al permiso retribuido: «Ao menos ter a seguridade de que non imos perder os traballos». La pareja ha echado sus cuentas: ciclos, intervenciones... «Polo menos quince meses».
Olga está con su hijo pequeño a todas horas: «Salir de aquí, si no es con él, no me alivia nada. Al contrario. Me siento peor». Así que allí está, dos semanas en el hospital y una en casa. Lo dice sin tristeza, con determinación. Nadie la arrancará de allí mientras allí esté su pequeño, que la llama desde donde está jugando con las pedagogas. Óscar habla con María, otra mamá, la única que ha conseguido dar un paso en la tramitación del permiso retribuido. «Nadie ha sido capaz de informarnos. Ni la asistenta, ni la Seguridad Social», se queja Óscar.
María
María es una mujer desenvuelta. Debe serlo. Está sola, con su chaval de cinco años, enfermo de una palabra que no le gusta pronunciar: «Si dices cáncer, parece que...» y se queda ahí. Se va con su hijo a pasar un día y medio. Pasado mañana vuelven. Aprovechan cualquier momento para salir del hospital. En casa la espera su madre, que también precisa ayuda. Así que María debe ser desenvuelta. Ella y su hijo pelean contra la enfermedad desde octubre. Tampoco ha vuelto a trabajar: «Es que es imposible. Pero mi empresa se ha portado muy bien. No me han puesto ninguna pega y ahora me están tramitando el permiso». Un poco de suerte entre tantas desgracias.
María José y Miguel
María habla conmigo, habla con Óscar, recoge papeles, controla al niño, la bolsa... A la charla se han unido María José y Miguel, otra familia que se mueve por la escuela de Ruth. Tienen una adolescente de 14 años en una de las habitaciones de la planta. «Es como una montaña rusa», dice el padre: «Unos días está perfecta y de repente se produce la debacle».
Aquí no hay problema laboral. Los dos son funcionarios y no hay angustias secundarias. Él trabaja en A Coruña y ella está instalada en el Clínico de Santiago. Él viaja cada día y ella duerme cada noche en una butaca, con su hija, otro paciente y otro acompañante. Así llevan los dos últimos meses. «Al principio solo tienes ganas de llorar. Es cáncer. Piensas que ya no la verás nunca más... Pero por suerte no es así. La mayoría lo superan. Yo lo veo aquí».
Impresiona el relato sereno de María José: los tratamientos, los vómitos; la Nochebuena en el hospital; los días de aislamiento; la tristeza de su niña cuando se le cayó el pelo... Y aparece Ruth, al quite de la charla, para explicar cómo llamaron a un estilista de Santiago al que le faltó tiempo para hacerle una peluca a la joven. Al fin, estamos en la escuela donde se cumplen los deseos: «Nadie puede negarle nada a un niño con cáncer», dice Ruth, que no quiere ya más ángeles a quienes llamar.