Relato de una jornada sin estrés en San Caetano, alma administrativa del país
21 feb 2011 . Actualizado a las 11:15 h.Son las diez de una lluviosa mañana en San Caetano, el complejo administrativo más importante de Galicia y donde radica buena parte del poder que rige este país. De hecho, San Caetano podría ser un concello: tiene territorio, seguridad, ambulatorio, presupuestos y una población de 3.000 almas. Tiene hasta un presidente. Digamos pues que estamos en el concello 316. He accedido sin muchas dificultades tras presentar mi carné de prensa y pasar mi bolsa por un escáner. Tras brujulear un poco por los pasillos de Traballo, accedo por primera vez al lugar clave: la cafetería.
A primera vista, todo es como debería ser. Los pasillos están relativamente transitados, por las ventanas se ve a todo el mundo frente a su pantalla y la cafetería, un espacio amplio, está a medio gas. Me temo lo peor. Aburrimiento supino. Así que me tomo el café rápido y aprovecho para hacer alguna gestión por los gabinetes.
En uno de estos paseos, compadreo un poco con una funcionaria veterana que va camino del dispensario, a por una receta. Acabamos sentados en el sofá de un cruce de pasillos cambiando sinceridad por anonimato: «Sí, sí, aquí ficha todo el mundo. Pero se puede hacer trampa. Viene uno a la hora y ficha por tres o cuatro».
-¿Y los otros no vienen?
-Sí, pero llegan un poco más tarde. Se organizan. Una semana ficha uno, y la siguiente, el otro.
-¿Y nunca los pillan?
-Yo llevo 20 años y nunca vi que llamaran la atención a nadie. Pero, escuche: eso no lo hace todo el mundo. Solo algunos. La mayor parte llegan a su hora.
Mi confidente me añade el habitual discurso de que muchos funcionarios trabajan por encima incluso de lo que les corresponde. Discutimos un poco y acabamos convergiendo en la regla de los tres tercios: uno que trabaja a satisfacción e incluso por encima de la exigencia; otro que hace lo que le mandan y un tercero cuyo trabajo es irrelevante o inexistente. «Sí, esa podría ser una buena proporción».
Nos despedimos y me disculpo por haberle consumido 15 minutos de los 20 de los que dispone para tomar el café. No hay problema, los dos lo sabemos. «Hoy tardaré un poquito más. Por la receta».
Mucho arte
Sigo pasilleando un poco más, pasando de Cultura a Facenda, de Facenda a Presidencia, subiendo hacia Mar y bajando a Medio Rural. Totalmente desorientado, me cruzo con funcionarios que vienen y van y con un montón de obras de arte que adornan las paredes de todos los edificios. Pero ni las pistas que van dejando de Laxeiro a Sotomayor consiguen que me centre. El ambiente es variado, desde el funcionario que se mueve acelerado y cargado de carpetas, hasta el operario que camina sin garbo llevando una bandeja de cuños.
La única orientación segura es la cafetería a la que llego sin esfuerzo. Ahora sí, son las once y media y esto está más animado que una fiesta de Charlie Sheen. Apoteosis del café mañanero. Hay cola, pero no mesas vacías, así que me escurro hasta un hueco en la barra, donde me hago un sitio junto a una señora que se come con prisa un minibocadillo. La miro, me mira, me doy cuenta. Mi vecina ya estaba antes, en la visita de las diez y cuarto; en una mesa, charloteando con otros tres. Está recuncando y no le veo la etiqueta de visitante por ningún lado.
A lo largo de la jornada me asombraré a mí mismo siendo capaz de reconocer varias caras, bien en la cafetería o en el entorno de las puertas dándole al fumeque. Entre tres mil, que nunca había visto antes, tiene su mérito. El episodio más inverosímil ocurre, de nuevo en la cafetería, a las dos de la tarde.
No está llena, pero están ocupadas más de la mitad de las mesas. Casi todos están comiendo. ¿En horas de trabajo? No puedo saber si son funcionarios, aunque no veo por ninguna parte la etiqueta que identifica a los visitantes. «Algunos viven fuera, y si no comieran ahora, tendrían que hacerlo a las cuatro y media», me comenta una fuente que me hace jurar silencio eterno sobre su identidad. Así que un grupo come, ficha y a las tres y cuarto se mezcla con la marabunta y se va para el autobús.
Lánguida tarde
Por la tarde, el concello 316 se convierte en un cementerio. Las señoras de la limpieza se adueñan con sus carritos de los pasillos, por los que circulan algunos personajes con corbata en su mayor parte. Uno de ellos, el conselleiro de Medio Rural, que sale con cara de cansado. Son las cuatro y media de la tarde. ¿Habrá comido? «Los subdirectores y directores xerais trabajan mucho por la tarde», me comenta una no funcionaria cuyo horario acaba a las ocho.
En San Caetano, de todos modos, siempre hay luces encendidas, alguien de guardia, incidencias y cosas por el estilo. Pero la vida se detiene en buena medida a partir de las tres y cuarto, la hora feliz. Está claro que no hay mucho más que hacer por allí. Pienso que no tendría muchos problemas para franquear cualquier puerta y husmear por ahí, cosa que no hago, por supuesto, aunque me cruzo con varias puertas abiertas.
Me largo a media tarde, con los pies doloridos de tanto pasillo y una seria reflexión interior sobre si estoy enfocando bien la educación de mis hijos.