Fuera de temporada, en la illa de Ons solo viven tres matrimonios. Camilo Pérez Otero, nacido allí hace 43 años, es un auténtico illán
03 abr 2012 . Actualizado a las 07:00 h.Era un viejo sueño: patear la isla de Ons lo más desierta posible. Unos trabajos de mantenimiento en Casa Acuña me permiten acoplarme a los mecánicos y ser por unas horas un Robinson en Bueu. Fuera de temporada, en Ons solo viven tres matrimonios: Rogelio y María; Cesáreo y Victoria; y Chefa y Emilio. Ellos y el personal del Parque Nacional das Illas Atlánticas, el farero y unos operarios que están instalando una antena. Nadie más. Viajamos con la naviera Nabia, cómodos, en una lancha rápida que, en veinte minutos, nos aísla del continente. Manuel Antonio me susurra al oído: «Fomos quedando sós, o mar, o barco e máis nós...».
Camilo Pérez Otero, yerno de Cesáreo y de Victoria, les lleva víveres a sus suegros. Él nació en la isla hace 43 años, es un auténtico illán. «Non deixes de ir ao Burato do Inferno -me recomienda-, contan que un alumno da Armada foi escalar alí, e alí morreu. E, de praias, para min Melide é a mellor. Aquí, os ritmos son outros, e o mellor de todo no inverno e fóra de tempada é o silencio».
Desembarcamos sin novedad. Dejo atrás a la humanidad y, desde la zona de O Curro, zapatilleo con rumbo sur. Quiero llegar al Mirador de Fedorentos y al Burato do Inferno. La ruta sur tiene 6,2 kilómetros, un desnivel de 86 metros y el tiempo estimado para completarla, entre la ida y la vuelta, es de dos horas y media. Pan comido.
Voy pasando por encima de las playas de Area dos Cans, Canexol, Pereiró... Dejo las últimas casas a mi espalda y, armado de mochila y mapa, me transmuto en Dora, la Exploradora: «Camino, ladera... ¡Moooonte de toxos!». No tengo un mono que me acompañe, pero, cuando estoy a punto de llegar al mirador de Fedorentos, se me acopla un conejo insensato que ni me teme ni me huye. «¡Te llamaré Jueves!», le digo. Jueves me sigue a saltitos, se deja acariciar, husmea, sube y baja hasta que, de pronto, nuestros caminos se separan y él se pierde entre la maleza.
En el mirador, una gaviota de la Luftwaffe me caga en la gorra. Ahora, el fedorento soy yo. Al norte tengo A Lanzada y la península de O Grove; de frente, la vista abarca desde Marín a cabo Silleiro. América no se ve al oeste, pero está. Caminando hacia el Burato do Inferno, los tojos me rascan las pantorrillas. Las aves marinas lloran sobre el agujero en el que, según Camilo, se despeñó un militar. Me asomo lo justo, por si se me cae el alma. Completo el itinerario circular y el paisaje cambia, del acantilado agreste a la leira; es como recorrer una maqueta de Galicia entera, de Ribadeo a Tui. Me zampo dos manzanas mientras emprendo la ascensión al faro (hora y media la ruta completa) para regresar por la ensenada de Caniveliñas. Descubro un microhábitat acotado para insectos xilófagos; un sanatorio de termitas. Almuerzo en la zona de acampada. El viento me come la oreja y me despeina las servilletas. Siento tentaciones de perder el barco de vuelta y quedarme a fundar. Quizás en otra vida. Regreso crecido. Cinco horas en el paraíso.