
Danielle nació en el corazón de París. Pero cambió la ciudad de la luz por la tierra de la lluvia. Desde hace unos meses vive en Xanza, en una casa rectoral rehabilitada
11 may 2014 . Actualizado a las 06:59 h.París, mayo de 1968. Danielle caminaba por las calles del barrio latino, sus calles, imbuida de aquel espíritu revolucionario que abría los teatros para que «todo el mundo se subiese al escenario y diese su opinión», y que reunía en las aulas de las facultades a estudiantes y obreros dispuestos a debatir ideas. «Se hablaba de cambiar el mundo. ¡Oh! Todo era como una especie de fiesta. Éramos jóvenes, no teníamos miedo», cuenta nuestra anfitriona después de haber vivido unos cuantos meses de mayo más. Charlamos con ella en un salón amplio, con un crujiente suelo de madera y unas paredes forradas con libros y cuadros. Los recuerdos de Danielle son tan vivos que da la impresión de que, si nos asomamos a las ventanas de su casa, veremos recortarse la Torre Eiffel contra el cielo de París, y pancartas llenando la tierra con el más destilado de los simbolismos: «Debajo de los adoquines está la playa».
Sin embargo, desde las ventanas del salón de Danielle lo que se ve en primer plano es un gran espacio verde, verde vivo. La sierra de O Barbanza poniéndole límites al horizonte. Y a un lado, en un discreto plano, el esplendor de la airosa y rotunda iglesia parroquial de Xanza, «una joya del siglo XII». Esto, señores, es Valga. Y es mayo de 2014. Danielle, nuestra anfitriona, deja escapar un suspiro de felicidad mientras se asoma al paisaje. «Esto es tan bonito... Aquí hay que ser feliz, no puede ser de otro modo», exclama.
Dice Danielle que no echa de menos París. En realidad, la Ciudad de la Luz ha quedado ya muy atrás en su vida. «Yo trabajaba en la biblioteca del centro nacional de investigaciones científicas. Conocí a mi marido, un gallego que apareció por allí cuando tenía veinte años. Nos casamos y teníamos una buena vida. Hasta que de repente, un día, me dijo: ?me quiero ir a Galicia?». En el rostro de Danielle se asoma desde el pasado un gesto de asombro. «No podía creerlo. ¡Nunca había dicho nada de eso!», exclama, aún sobrecogida al recordar el vértigo que sintió en aquel momento. «Yo tenía mi trabajo, mi casa, mi vida. Y de repente...». De repente lo dejó todo por amor. «Me dio mucho miedo», reconoce. «Pero desde que puse un pie en Santiago, estuve feliz».
Y es que Compostela fue la ciudad elegida por la pareja para instalarse y empezar de nuevo. Allí pasaron treinta años, acomodados en un piso de la Rúa Nova «que daba a un jardín lleno de camelias», arropados por la familia, tejiendo una red de buenos amigos, disfrutando del variado menú cultural de la ciudad de los estudiantes, y llevando una vida «relajada». «Yo daba clases de francés, y todo era mucho más agradable... En París eran ocho horas de trabajo y dos horas más de metro. En Santiago no, era todo mucho más placentero», cuenta Danielle.
La joven parisina acabó convertida en una santiaguesa más. Y seguiría siéndolo, si no fuese porque hace unos años, en una conversación con unos amigos, alguien habló de la hermosa, vieja y ruinosa casa rectoral de Xanza, abandonada a los pies del Camino Portugués. «Siempre estábamos con la idea de montar algo de turismo rural, y nos dijeron que este era el sitio ideal», recuerda Danielle.
Casi por pasar el rato fueron a ver el edificio. Pero se enamoraron de él, y decidieron comprarlo. «Está muy bien situado, como alejado de todo pero muy cerca de la carretera, muy cerca del tren... En nada estás en Santiago», explica Danielle mientras deja pasear la vista por la alfombra de césped que rodea la casa. Con un gesto de la mano abarca todo el entorno. «Antes estaba todo muy mal. La casa, la finca...», recuerda. Convertirlo en este paraíso silencioso y con olor a jazmín ha supuesto una gran inversión de tiempo, de dinero y de trabajo.