El segundo naufragio

Alicia Fernández

FIRMAS

17 nov 2013 . Actualizado a las 07:00 h.

En ese país cainita, podrido y envidioso casi no sorprende nada. A lo sumo, con esfuerzo y propósito, puedes aparentar cierta turbación ante las mil y una incongruencias o afrentas diarias. Nuestra capacidad de asombro ha sido ampliamente superada por la triste realidad, esa que una vez sí y otra también nos restriega, inmisericorde, nuestra endeblez. Es por ello que la sentencia por el viacrucis y crucifixión del Prestige en la piscina del Fogar de Breogán me deja a cero grados. Ni frio ni calor, que diría algún político.

Podríamos cabrearnos por tan interminable e incompetente instrucción (según nos dicen no pueden condenar por ausencia de imputación de los responsables). O por los manejos para cambiar la composición del Tribunal que lo iba a juzgar (ante la dureza de alguna de sus decisiones previas). Incluso por las valoraciones subjetivas que contiene la propia sentencia. Pero, ¿para qué? ¿Acaso a usted, a estas alturas de la película, le sorprende ver una Justicia lenta, mal engranada con la sociedad y contraria al sentido común? Supongo que no.

La que suscribe, en momentos de duda, para adaptar un problema complejo a su escasa capacidad de comprensión, suele reducir al nivel más simple sus elementos y así poder formar una opinión sensata. Estrategia que también le vale para no irse por las ramas ante sus múltiples derivaciones y perder de vista el meollo del asunto. Pues bien, llevado a ese nivel la cosa quedaría así: había una vez una empresa ubicada en un paraíso fiscal y legal, que tenía un barco grande y viejo. Esa empresa consiguió que una clasificadora y una aseguradora validasen aquel amasijo de hierros para transportar una mercancía peligrosa como el fuel. Abanderaron el barco en una república bananera, contrataron una tripulación de circunstancias y se echaron a la mar. Para mayor despiste el flete se cambia de nombre, se reexpide en puertos de conveniencia y se cambia de destinatario. Esa bomba de relojería pasa por delante de Galicia, casi por el salón de las casas costeras, y, como no podía ser de otra forma, por un mal tiempo relativo sufre daños que lo hacen ingobernable.

En ese punto se hacen cargo unos sesudos mandatarios que toman tarde (algunos estaban de caza y otros de vacaciones) decisiones más que dudosas y se produce el mayor pifostio medioambiental desde los Reyes Católicos. Se instruye el pertinente proceso judicial y, ¡once años después!, se concluye que nadie tiene la culpa. Bueno, sí. Galicia por estar donde está y viendo venir la mierda no haberse apartado.

Así, resumido y en frío, a los gallegos se les atraganta esta píldora. Más si han visto que esta semana a una chica le pedían siete años de cárcel por contaminación acústica, pues cometió el horrendo crimen de tocar el piano. Con lo cual hay dos opciones: sacar la espingarda y tirarse al monte a lo Curro Jiménez o auto recluirte en un psiquiátrico hasta el juicio final ¡Qué país!