Regístrate gratis y recibe en tu correo las principales noticias del día

Orzán Blues

A CORUÑA

PACO RODRÍGUEZ

Al Borrazás iban mucho los pintores, que se sentían muy a gusto en aquella bohemia coruñesa de los carajillos

02 nov 2014 . Actualizado a las 10:54 h.

La calle del Orzán tiene algo de blues, de Canción triste de Hill Street. Cuando paseo por esta vía, que discurre entre ruinas, mallas verdes y persianas bajadas, siempre me acuerdo de la frase con la que remataba sus charlas el sargento Esterhaus:

-Tengan cuidado ahí fuera.

El poli se refería a los delincuentes, pero en la calle del Orzán -que en otro tiempo sí tuvo su leyenda y su malditismo, sobre todo cuando era una extensión natural del contiguo Barrio Chino- ahora mismo hay que tener cuidado con que no te caiga encima el letrero de Seguros Mutuos de una casa de la que ya solo queda el dintel.

En el portal 24, por ejemplo, sobrevive a duras penas la fachada de azulejos de un edificio modernista, de esos que hicieron grande el barrio de Pescadería. Y en el 16 está el solar (no la casa) donde nació Salvador de Madariaga: «Aquí nació el 23 de julio de 1888 Salvador de Madariaga, humanista, escritor, historiador y diplomático insigne».

La placa, atornillada a un inmueble de los setenta o así, insulso, sin gracia alguna, es como una confesión de la mala conciencia de A Coruña, al admitir que no solo no se conserva la casa donde nació Madariaga, sino que tampoco la ciudad se acuerda mucho de él.

Antes, salir por el Orzán era ir al pub O Patacón, que llevaba el gran Vari Caramés, donde uno no solo abrevaba, sino que se cultivaba con la charla y la atmósfera. Eso era cuando todos queríamos ser modernos y videoartistas e íbamos a las inauguraciones en la galería Gruporzán.

Ahora, cuando la gente dice que va a salir por el Orzán se refiere a la calle Juan Canalejo, ese señor que se ha quedado sin hospital, pero que aún tiene calle (debe de ser que la ley se aplica en función del tamaño de la cosa nombrada). En Juan Canalejo hay muchos pubs, todos clónicos, sin mucho interés, salvo que a uno le guste el roce con otros humanos desconocidos o comprobar hasta dónde pueden subir las transaminasas en una sola madrugada. Lo más interesante de la calle Juan Canalejo es el letrero que aún recuerda que allí estuvo el Dispensario de San Juan de Dios, la Cocina Económica (desde 1886), La Flor del Jamón y la Imprenta Virtudes, tarjetas de visita, boda y comunión, donde uno puede escuchar todavía la sagrada música de una imprenta planchando las letras sobre el papel.

En el portal 35 está uno de mis locales favoritos, Montemayor: «Grabados de joyería, metal, acero, aluminio y metacrilato en cualquier medida». En la vitrina se mezclan las placas de acero para las lápidas del cementerio -tus hijos, nietos y bisnietos no te olvidan- con los rótulos de los despachos. Hay otorrinolaringólogos, ginecólogos, estomatólogos -las profesiones liberales tienden a la esdrújula-, notarios, abogados y hasta tatuajes y piercings. Pero mi preferida es la chapa de «Habilitado de clases pasivas», que no sé lo que significa exactamente, pero tiene que molar mogollón en el portal, justo al lado del telefonillo.

El Orzán es el Orzán y sus bocacalles: Sol, Tahona, pórtico de San Andrés y así, todas con nombres muy resultones. Hasta cae por aquí uno de los dos pasadizos que hay en la ciudad. El pasadizo del Orzán de vez en cuando hace honor a su mito y se organiza allí un tumulto de esos que tiene que resolver la policía.

El Orzán tiene su pincelada de Soho, con su Arela y su Alita Cómics, que conviven con la Carnicería Romero (desde 1966), la antigua escuela municipal (ahora sede de las APA), las casas de comidas (Ámsterdam, Santa Comba o Cosmoba) y Retales Zas.

Pequeño barrio chino

Con el Papagayo sepultado bajo el nuevo urbanismo, el Orzán también perdió su pequeño barrio chino, así que las profesionales ya apenas se asoman por allí, salvo en la trastienda de ciertas travesías y calles (Mariñas, Vista o Picos), donde queda alguna veterana despistada, como aquellos soldados japoneses que no se habían enterado de que ya había terminado la Segunda Guerra Mundial y seguían pegando tiros a los yanquis que se acercaban a su isla del Pacífico.

En la esquina a Tahona está el Bar Sanín, una tasca de taza y blasfemia, pero no de una blasfemia cualquiera, sino de esas blasfemias de orfebrería, barrocas y muy trabajadas, que los vejetes mascan durante años hasta que una tarde, con dos cuncas de más en el cuerpo, se apoyan en el barril para escupir su sentencia.

En frente del Sanín está otra institución, El Riojano, ultramarinos, vinos y licores, desde 1896: «La casa del mejor bacalao de importación y derivados». Cuelgan del techo muchos letreros anunciando los precios y uno descubre las mil y una formas que puede adoptar el bacalao «legítimo de importación». Hay trozos, lomos, cocochas, hojas, migas y alguna otra variedad que no recuerdo.

El Café Bar Borrazás ya tiene los cristales rotos que certifican que ha entrado en la leyenda. Las sillas duermen amontonadas y sobre las mesas de mármol y el espejo roto de Gran Vino Sansón cae el polvo de la historia.

Era el bar más antiguo de la ciudad (de 1925) y vivió tiempos gloriosos con Paco detrás de la barra, oficiando un poco de psiquiatra y confesor de toda la chavalada que se dejaba caer por allí en el recreo del Femenino o, directamente, latando mucho para ahumarse y jugar a las cartas.

Era un local frecuentado por los pintores, que se sentían muy a gusto entre la bohemia coruñesa de los carajillos y los canutos. Al fondo a la derecha colgaba un monstruo rojo que había pintado al óleo mi amigo Pablo Orza y que en realidad no era del Borrazás, sino de otro amigo común. El mismo amigo que un día, sentados ante un par de garimbas, me preguntó muy serio:

-¿Será rentable el Borrazás?

Fue una pregunta premonitoria, de esas que el tiempo ya se contesta luego a sí mismo.