Querido estudiante anónimo del instituto de Adormideras. Tú no lo sabes, y probablemente te importará poco, pero ayer por la mañana me reconciliaste con el género humano en general y con el mundo adolescente en particular. Que ya es decir. Te lo cuento a ti, sí, ese chaval desafiante con pantalones pitillo, camiseta sin mangas, chaleco, corbata y labios negros. Rodeado de americanas azules, corbatas convencionales, vestidos largos y taconazos. Hay que tener valor para vestir como a uno le peta cuando tiene 17 años y todo alrededor es una inmensa masa en la que el que asoma la cabeza corre el riesgo de perderla. Es lo que tiene la adolescencia (incluso el final de ella), que todos somos unos pardillos asustados que evitamos levantar la voz no vaya a ser que nos oigan y nos miren y no seamos iguales al prójimo.
Este mes de mayo que acabamos de cerrar me he encontrado varias mañanas con lo que queda de las fiestas de graduación. Melenas a las que la laca abandonó hace horas, camisas por fuera del pantalón, tacones en la mano o (si la propietaria es una heroína con rasgos masoquistas) todavía en los pies. Son felices y jóvenes y se gradúan. Ahora hasta en las guarderías hay orlas. Los de mi generación no nos graduábamos: éramos tan simples que solo terminábamos el curso, y a otra cosa. Mi clase de bachillerato, sentados en las escaleras de piedra del colegio, es una mezcla imposible de Historias del Kronen y los últimos coletazos del público ochentero de Hombres G. Los tacones solo te los ponías en las bodas de tus primos, e incluso años después te reías de las que se vestían para la graduación (ahora sí) en la Universidad como si fuesen a los Oscar.
Ahora, la alfombra roja está en todas partes. Un sábado por la noche de tapas en la Estrella. En el Obelisco un poco más tarde. Hasta en el instituto. Que una se da cuenta de lo mayor que se ha hecho porque se compadece de las que no llevan chaqueta y aguantan en tacones de madrugada, caminando como faquires sobre brasas, antes de pensar en lo guapas y jóvenes y felices que son. Y en que a ti tampoco te dolían los pies a los 17 años.
En ese mar de vestidos de gasa, melenas planchadas, flequillos cuidadosamente descuidados, tu primer traje de chaqueta chispas, zapatos incómodos y demás convenciones autoimpuestas, tú, chaval, me acabas de recordar que tener pocos años es algo más que una enfermedad que se cura con el tiempo. Es romper el protocolo antes de que te coma. Y pintarte los labios si te da la gana, y salir a celebrar que empieza la vida con un uniforme diferente al de los demás, en el medio y medio de la foto, primera fila, asomando bien alta la cabeza.