Estabas ahí sintiéndote especial. Pavoneando. Probando el sabor de los primeros escarceos con el sexo opuesto. Estirando los minutos de la sensación de plenitud que se experimenta en los picos más altos de esa montaña rusa llamada adolescencia. Al final de la noche, acompañabas a la chica que te gustaba a casa. Las manecillas del reloj se derretían como en un cuadro de Dalí. Igual que lo cantaban Golpes Bajos en la celebérrima Cena recalentada: «Un beso en un portal, un abrazo, hasta mañana / Qué hombre me sentía cuando a ti te acompañaba».
Tras eso, con los pájaros revoloteando en la cabeza y la sensación de ser invencible, te dirigías a la parada del bus. Allí, en el Obelisco, de noche. Solos, tú y el frío. Vaho saliendo de la boca. Miradas a lo lejos de las galerías de la Marina. Buscaban una macha roja que se concretaría en forma de autobús urbano. La veías. Se acercaba. Empezabas a intuir el número. ¡Sí, era el 2! El tuyo. Mirabas al reloj. 22.30 horas. Más o menos en hora. ¡Buff!
Alivio. Como mucho llegarías unos minutos tarde. Las monedas en la mano. Se abría la puerta. Y cuando ibas a subir las escaleras, el bofetón. Con esa cara que a uno se le pone tras estar conduciendo un mastodonte como aquel todo el día y empezar a ver el final de la jornada, el conductor te mirada a la cara. «Este bus va para cocheras», decía. Y se cerraba la puerta.
Te quedabas ahí, impotente. Mucho más solo y con mucho más frío. La montaña rusa tocaba fondo. ¿Qué hago ahora? Lo leí una vez en Twitter: la frustración juvenil de un chaval de barrio coruñés en los noventa se podría resumir en esa maldita frase. Significaba que ya no había más buses. Volvamos a escucharla: «Este bus va para cocheras». ¿La recordáis? Sí, el ir a casa andando y asumir que te iba a caer una bronca de aúpa. No, no había app para saber qué bus venía luego. ¿Llamar desde una cabina? Mejor no, sería preparar el terreno. A lo mejor estaban entretenidos.
Empezaba la caminata. Paso ligero. El dulce regusto de aquella despedida se empezaba a mezclar con el aliento desesperado. De cuando en cuando, una carrerita. Sudor. Miradas al reloj. Se intercalaban las sensaciones de optimismo y pesimismo a velocidad de vértigo. Al final, cuando girabas la llave de casa, suspirabas.
«¿Dónde has estado? / ¡Mira qué facha! / ¿Qué horas son estas? / Vete a la cama», cantaba Germán Coppini en la canción mentada. Tocaba sí, cena recalentada y derrota en la dura batalla de hacerse hombre. Tres décadas después el tema lo ha resucitado Iván Ferreiro. Y los buses ya ponen «Cocheras» en el letrero y no paran. Pero el vacío que siente un chaval cuando le ocurre me temo que es el mismo. Por ello, un mensaje a los padres: no sean muy duros. A todos nos ha pasado.