A hora resulta difícil salir de casa y no tropezarte como mínimo con un par de imputados por la calle. A alguno ya hasta lo saludas con ternura, porque empiezan a parecerse a esos perdedores de las pelis del Oeste que se quedan arrinconados en una mesa del salón, jugando al solitario con un vaso de whisky siempre mediado, a los que el sheriff pasa de vez en cuando la mano por la espalda, un poco para consolarlos y otro poco para comprobar si aún respiran.
Me sucedió el otro día. Caminaba a primera hora de la mañana (es un decir) por el Cantón Grande de A Coruña y me salieron al paso un par de imputados. La lluvia caía sobre ellos con las mismas ganas que sobre los demás mortales que intentábamos resguardarnos del primer ventarrón serio de noviembre. Estar imputado te da cierto caché, pero no te hace impermeable. Ni siquiera a las miradas.
Pasaron los imputados, que llevaban pegados muchos ojos en la espalda, y sonó el móvil. Me eché a un lado, tratando de buscar cobijo en la fachada de uno de los múltiples bancos del paseo. Mientras luchaba por desenfundar el móvil con una mano y con la otra trataba de sostener el paraguas y la mochila en la que voy acumulando libros y papeles, como un chamarilero de mí mismo, vi cómo un señor de unos sesenta años me adelantaba por la izquierda y se detenía unos metros más adelante.
No llevaba paraguas, era uno de esos tipos aguerridos que al aguacero le plantan cara como Humphrey Bogart: con una gabardina y las manos en los bolsillos. Se arrimó a los edificios, en ese gesto que todos repetimos casi por instinto cuando a esta ciudad le da por llover a lo bestia. A sus pies, un mendigo dormía bajo el voladizo de una de esas oficinas bancarias que los profesionales de la cosa llaman OP. El sintecho tenía sus bártulos apoyados contra el vidrio del banco y estaba tapado a medias con una manta de batalla, muy castigada por las noches a la intemperie, bajo la que asomaba un pie descalzo.
El hombre de la gabardina se agachó. Agarró la manta y le tapó con mimo el pie al vagabundo. Fue un gesto sencillo, que no buscaba nada, porque nadie más que yo lo había visto. Ni siquiera el mendigo. Me pareció una manera heroica y hermosa de tirar de la manta en el país de los mil imputados.