Michael Mann decepciona con un «Ferrari» dotado de la tensión melodramática de un troncomóvil

José Luis Losa VENECIA / E. LA VOZ

CULTURA

Mann (derecha), con el actor Adam Driver.
Mann (derecha), con el actor Adam Driver. GUGLIELMO MANGIAPANE | REUTERS

Larraín provoca con «El conde», una pintura negra goyesca que muda a Pinochet en vampiro e hijo biológico de Margaret Thatcher

31 ago 2023 . Actualizado a las 21:05 h.

Admiro mucho la mayor parte del cine firmado por Michael Mann. Es verdad que su hasta ahora última película, Enemigos públicos, dirigida hace catorce años, me parecía ya pura carcasa. Su Ferrari —biopic sobre los años estelares del diseñador automovilístico— se esperaba aquí —comprensiblemente— como una rentrée boreal. Pero el desencanto me envuelve a los pocos minutos de los 145 de metraje del filme. Y anuncia el apagón creativo, el agotamiento artístico del autor de obras maestras como Ladrón, Heat, The Insider o Collateral. Entiendo la propuesta argumental de Mann, perfilada como la historia de un ingeniero visionario —Il Commendatore— perseguido por la fatalidad de la muerte que lo rodea y ataca a sus seres queridos: sus amigos y colegas en el accidente de Monza, su hijo de pocos años y su fatal enfermedad o el piloto español y marqués Alfonso de Portago, tras el trágico pinchazo en la carrera de la Millie Miglia, que se llevó también por delante a una docena de espectadores. Seguramente esa amargura del fatum justifica la impertérrita cara de palo de Adam Driver ante cada golpe. Pero no explica que la ausencia total de pulso dramático de la película haga que su ritmo parezca no el de un bólido sino el del Troncomóvil de los Picapiedra.

El guion de Ferrari es de una simpleza rampante. Se ciñe a tratar de interesarnos por un capitán de empresa —Enzo Ferrari— que es bígamo y gafe (mufa, dirían los porteños). Su doble vida amorosa justifica la presencia de Penélope Cruz como la esposa legal, muy sobreactuada pero aplaudidísima igualmente porque en Venecia es idolatrada como la nueva Anna Magnani. Ellos verán. Y el tratamiento melodramático de Mann es muy señoro y, sobre todo, gélido. El metraje se extiende en plúmbeas especificidades técnicas que molarán mucho a los amantes del motor. Pero ni rastro de la fiereza o el vértigo esperados en el trazo vital del inventor del vehículo rugiente al que cantaron poetas futuristas como Marinetti. Lo único futurista en Ferrari es mi deseo aspiracional de que concluya cuanto antes. Y en cuanto al legendario virtuosismo del lenguaje con la cámara de Michael Mann parece concentrarse aquí en la secuencia del desastre de la Millie Miglia, un tanto cuestionable en su explicitud macabra. Así pues, Mann —está mayor o fuera de forma— es el primer ángel caído del cartel cenital de esta Mostra.

Larraín (segundo por la derecha), con los intérpretes Alfredo Castro, Gloria Muenchmeyer y Paula Luchsinger.
Larraín (segundo por la derecha), con los intérpretes Alfredo Castro, Gloria Muenchmeyer y Paula Luchsinger. GUGLIELMO MANGIAPANE | REUTERS

«El conde» y Larraín

Siempre que entro a ver una película del chileno Pablo Larraín lo hago con la certeza de que voy a encontrar en la pantalla inteligencia, provocación lúcida y muchos análisis que son crueles biopsias del poder y sus entrañas carnívoras y letales. Me apabulla la exacta coreografía y disección de esas sentinas donde la violencia y la insania presiden el puente de mando en dos obras maestras sobre sendas mujeres: Jackie —donde se denunciaba el desamparo ante el magnicidio de Kennedy cometido por el complejo militar industrial— y en Spencer, en la cual la familia Windsor, cual secta, sentenciaba en fondo y forma a Diana de Gales.

Larraín ha abordado hasta en cuatro ocasiones las convulsiones de su país atenazado por una de las más siniestras dictaduras del siglo XX. Lo hacía en Tony Manero —el filme que lo dio a conocer en el mundo—, en Post Mortem, en No y en El club. Por eso te preguntas qué va a ofrecerte de nuevo en El conde, la película presentada en esta Mostra y en la cual se centra en primer plano en la figura de Augusto Pinochet, a quien hasta ahora fustigaba pero manteniéndolo siempre en el fuera de campo. Pues bien, quien esperase algo así como un biopic del tirano o una narración al uso de sus desmanes no conoce a un Larraín que siempre huye de lo evidente. El conde del título es un Pinochet que en realidad ha simulado su muerte y ha devenido vampiro inmortal. Y lo vemos con su capa al viento sobrevolar el cielo de Santiago, en una poderosísima metáfora visual del peso de su mano de hierro que nunca —ni en los tiempos de los gobiernos de la concertación democristiana y socialdemócrata— dejó de estrangular la atmósfera y las estructuras sociales profundas de Chile. Cuanto más ahora, cuando el gobierno de Gabriel Boric cohabita con un parlamento dominado por un político ultra, Jose Antonio Kast, que se reivindica abiertamente pinochetista.

Larraín opta en El conde por un furioso esperpento en blanco y negro fotografiado por el inmenso Edward Lachman. En él, Pinochet nació en plena revolución francesa y ha vivido más de dos siglos chupando sangre hasta el presente, cuando mora en una hacienda junto a una grimosa corte de los milagros, una cápsula en el tiempo que forman su esposa, Lucía Hiriart, su jefe de seguridad, el ruso Miguel Krassnoff, creador del centro de torturas de Villa Grimaldi o de la exterminadora Brigada Lautaro. Y que se revoluciona con la llegada de los hijos del general. Como un eco de la sauriana Ana y los lobos. La farsa macabra destila vitriolo, zarpazos en ráfaga de sardónico humor negrísimo. E ideas locas y geniales como la de una Margaret Thatcher —igualmente vampira e intemporal— que resulta ser la madre biológica del amado dictador. O la de una monja que viaja al castillo del conde para realizarle un exorcismo, ahora que se cumple medio siglo del golpe contra Allende y también del antológico filme de posesiones demoníacas del recién fallecido William Friedkin.

Todo esto les puede sonar a frívolo desvarío. Y es cierto que las formas de El conde como cine de terror tragicómico y surreal las extrema Larraín —sobre todo en el último tercio del filme— hacia el capricho goyesco o la Pintura Negra. Pero en la base de la película, bajo la fronda grotesca, hay un medido grado de gran cine político: el que denuncia no las obviedades de los torturados o desaparecidos en la dictadura, sino el aspecto menos conocido de aquel régimen genocida: el latrocinio, el amasijo de millones, de cuentas en paraísos fiscales que el Consorcio Pinochet-Hiriart coleccionó para asegurar la vida de varias generaciones. Y cómo ese vampirismo económico avasallador persiste sin reparación en el presente. Porque la capa de El conde se revela inmortal. Y sus herederos entrenan ya a borde de pista. Como en la coda del filme de Larraín, en esa fábrica del terror de estado ideada por el Pentágono y bautizada como la Escuela de las Américas.

Besson, entre Jojo T. Gibbs y Caleb Landry Jones.
Besson, entre Jojo T. Gibbs y Caleb Landry Jones. CLAUDIO ONORATI | EFE

Luc Besson como maletilla o espontáneo

Tal es el nivel de las firmas autorales presentes este año en el Lido que un cineasta tan aguerrido y amigo de montar bulla como Luc Besson —no hablo de su vida personal; mejor no— pasó en la jornada de ayer como un telonero, un maletilla o —casi— un espontaneo. Y como en ocasiones les sucede a estos esforzado de la arena se puede decir que Besson triunfó en la plaza a la vista del reventón pelma de Ferrari. La película de Besson se llama Dogman. Y no se le puede negar capacidad de enganche y de pegada emotiva en el patio de butacas, aunque sea a base de golpes algo folclóricos, una fórmula inherente al oportunismo nada intelectualizado del cine de este hombre. Dogman es un cuento o una fábula que parte de una cita de Lamartine muy reveladora: los desafortunados siempre tendrán de su lado a los perros.

En esa estrategia de cebos para el espectador, Besson ficha a Caleb Landry Jones, el actor tejano que ganó el premio de interpretación en Cannes 2021 por encarnar en Nitram a un personaje real, una criatura perjudicada que finalmente provocó la matanza de Port Arthur en Tasmania. Y, de hecho, Dogman y el trabajo interpretativo de este excelente actor guardan bastante relación con aquel papel. De nuevo encarna a un carácter de joven damnificado, un niño cuyo padre psicopático encierra durante años en un cercado a modo de perrera.

En esa convivencia con los cánidos, el crío desarrolla unos poderes paranormales: la capacidad para que los animales entiendan al detalle sus instrucciones. Eso le valdrá cuando su padre le quiebre el espinazo de un tiro para montarse la vida desde una silla de ruedas. Y es muy hábil Luc Besson en la forma en que estructura en un largo flash-back a modo de encuesta clínico-policial la vida de este chico, que llega al extremo de triunfar, ya adulto, como drag queen emuladora de Edith Piaf o Marlene Dietrich. Y, al mismo tiempo de organizar una banda de atracadores perrunos que le sirven joyas ajenas con mayor premura que un delivery. El desvarío argumental —propio de cine de animación infantil— se acepta o no. Y si se hace, Besson te cuela una historia embaucadora y puñetera por resultona, se embolsa al público con este transformista enfrentado a sangre y fuego con una banda de killers latinos de los que da buena cuenta su patrulla canina. Y con esos clímax musicales marca de la casa como la formidable versión aggiornada y femenina del tema de amor de El Padrino preanunciando que Landry Jones es a su modo un padrone mafioso cuyos capos caminan a cuatro patas. Otra cuestión es si una propuesta tan descabellada como Dogman tiene su mejor espacio en la competición por el León de Oro. Bien pensado, el maletilla se lo ha ganado y nos ha alegrado el colmillo después de sufrir el Ferrari de las ínfulas sobre la nada pergeñadas por el cineasta antes conocido como Michael Mann.