Eurovegas es el epitafio de la siniestra deriva especulativa que ha arruinado este país
13 feb 2013 . Actualizado a las 12:16 h.En aquellos sofocantes veranos de mediados de los ochenta, el Talgo con destino a Almería abandonaba la estación de Atocha, en Madrid, pasada la una de la tarde. Muy lentamente, el tren ponía rumbo al sur. Y por la ventana uno iba despidiendo esa otra ciudad obrera, forjada en el desarrollismo de los sesenta, y cuyo símbolo era aquella ropa tendida en los ventanales. Con la esperanza de ver pronto el mar en el horizonte, atrás quedaba Entrevías, en Vallecas. Y luego Villaverde. Y el cerro de San Cristóbal de los Ángeles. Allí acaba Madrid.
El Talgo se dirigía entonces hacia aquella tediosa meseta amarillenta, abrasada por el sol, donde la única señal de vida era la figura de aquel toro negro de Osborne. Luego aparecían aquellos molinos de La Mancha y uno se imaginaba a Rocinante, y a Sancho y a Don Quijote. Poco o nada queda ya de aquellos maravillosos sueños de la infancia.
Una década después, en los noventa, Madrid se expandió más y más hacia el sur, de forma incontrolada. Y las urbanizaciones, una tras otra, aparecían como si alguien las hubiera espolvoreado en una ensalada. Aquel empacho inmobiliario, jaleado por la banca y los gobernantes, simboliza hoy la obesidad mórbida que ha conducido a este país hacia la agonía. Y en el mismo lugar donde uno parecía escuchar el galope del ingenioso hidalgo aparece tiempo después Paco El Pocero y su ciudad fantasma de Seseña, la alegoría de un desastre, el emblema de un delirio de grandeza. Palmeras traídas de Egipto, estanques de agua bendita, grifos dorados. Así crecimos: a todo trapo, sin reparar en gastos, descorchando botellas.
Pero desde las grandes alturas suelen iniciarse las mayores caídas. Con un know how tan avanzado en la ardua tarea de inflar globos a nadie debería extrañarle que haya sido un páramo del sur de Madrid el lugar elegido para montar una ciudad del juego. Y en una reedición de Bienvenido Mister Marshall, recibimos con alegría al magnate Sheldon Adelson, en la cruel metáfora de nuestro infortunio. No hemos entendido nada. Ni hemos aprendido la lección. Eurovegas parece el epitafio de la siniestra deriva especulativa que ha arruinado un país. Y lo que es peor: la evidencia de una debilidad, donde los territorios se entregan a los brazos del dinero fácil sobre la trampa de un retorno rápido en términos de empleo y de riqueza. Algo muy propio de los países atrasados, sin una hoja de ruta para labrarse un futuro y ocupar un espacio.
Así que nada, vamos a servirle chupitos a los ricos de toda Europa para que vengan a apostar al sur de España, un país barato, barato. Y vamos a construir el futuro sobre una apuesta. Nada hay ya más emocionante. Totalmente arruinados, ya no tenemos que perder. Mientras ni una sola empresa extranjera invierte dinero en este país para emplear a los arquitectos, ingenieros y técnicos que emigran, nosotros tendremos que formar crupieres a toda prisa. En fin, un disparate. Aunque a mí me gustaba más la locura de Don Quijote.