A los 78 años, el único y gran premio Pritzker español sigue trabajando por todo el mundo, mientras da clases en Harvard e inaugura exposiciones como la producida por la Fundación Barrié y que por primera vez aborda toda su carrera. La muestra se exhibe estos días en el museo de la Ciudad de México gracias a la colaboración de Arquine. Sin pelos en la lengua, Moneo habla de sus colegas de profesión y defiende el cambio en los usos de la arquitectura
13 mar 2016 . Actualizado a las 21:44 h.Rafael Moneo viajó por primera vez a México en noviembre pasado, para recibir el premio Vida y Obra de la multinacional Cemex. Cuatro meses después, el arquitecto navarro (Tudela, 1937), único español galardonado con el Pritzker, nos recibe en la terraza del hotel Downtown de la capital mexicana. Acaba de inaugurar la exposición retrospectiva coproducida por la Fundación Barrié y su propio estudio, y se deshace en elogios hacia la institución gallega. La muestra, primera que repasa toda su carrera, tiene como hilo conductor los dibujos que surgieron de la mano de Moneo para alumbrar proyectos como el Museo Nacional de Arte Romano de Mérida, la catedral de Los Ángeles o la remodelación del Prado.
-A Coruña, Lisboa, Ciudad de México... ¿Y después?
-La exposición va a estar aquí dos meses más de lo previsto, luego irá a Hong Kong y podría terminar en el Thyssen en la primavera del 2017.
-Ha sido como desnudarse, ¿no?
-Es pasar a una experiencia de lo rápido que transcurre una vida, y eso me llevaría a una consideración demasiado abierta que es la de resistirse uno a ver todo el tiempo que tiene a sus espaldas.
-Hábleme de sus últimos trabajos: la torre Puig, la iglesia del Iesu en San Sebastián...
-Yo no había abordado los edificios en altura. Las torres se están convirtiendo en una alternativa a la vivienda masiva, con lo cual pierden esa condición de ser un objeto casi con valor en sí mismo. La torre Puig trata de reflejar aquellos atributos que acompañan a un parfum maker, recogidos en la importancia que quien los crea da al vaso que los contiene. Es una torre en términos racionales pero envuelta por una banda continua en espiral, algo que tiene tantos antecedentes en la historia de la construcción, sin ir más lejos en la propia torre de Hércules de A Coruña.
En cuanto al Iesu de San Sebastián, es una vuelta a la cuestión planteada en la catedral de Los Ángeles. Aunque algunos aspectos siguen siendo comunes, como hacer que la iglesia se entienda a un tiempo como un lugar para las liturgias compartidas, pero también un lugar en el que el creyente pueda encontrar esta relación de intimidad privada que es donde radica lo que entendemos como experiencia religiosa.
-¿Cuál es el proyecto que más satisfacciones le ha dado, en cuanto a la solución escogida y al resultado final?
-No sería capaz de afirmar que en unos he encontrado más satisfacción o me he empleado con más interés. Las obras se necesitan unas a otras; la obra en su conjunto es la tarea de un arquitecto que, habiendo avanzado mucho en su carrera, llega a darse cuenta de que hay un discurso común en ella que acerca y no establece tan claras distancias ni estilísticas ni ideológicas con su obra. Veo las obras sin pretender diferencias ni establecer jerarquías entre ellas.
Es cierto que algunas han merecido una acogida más unánime, como el Museo de Mérida. Pero hay otras como el Museo del Prado, que considero una ocasión de haber puesto la solución más adecuada para establecer la relación entre el edificio existente y el nuevo territorio que se iba a incorporar, que es el de los Jerónimos. Es una satisfacción ver cuánto la gente se ha apropiado del Prado y cuánto la gente se mueve con facilidad en un proyecto que no es sencillo desde el punto de vista arquitectónico. Y esa satisfacción todavía es más grande cuando se está frente a un proyecto que tuvo tanta discusión y que supuso un paréntesis en mi vida profesional de casi cinco años años.
-Manuel Gallego decía que un arquitecto termina un edificio y luego no puede controlar el uso que de él hace el cliente. ¿Usted ha sentido que alguno de sus trabajos ha sido desvirtuado después?
-No sé si estoy de acuerdo completamente con él. Un edificio tiene el dominio de su propio futuro una vez que está terminado. La propiedad que el arquitecto tiene del proyecto no va mucho más allá del momento de su construcción. El éxito de un edificio también se mide por cuanto es capaz de aguantar el uso intenso que una sociedad o que una comunidad haga de él. Al mismo tiempo que también en su capacidad de permitir un cierto grado de transformación. La mezquita de Córdoba sería el ejemplo más claro de este tipo de edificio. Yo creo firmemente que la vida de los edificios les pertenece a ellos mismos.
-Y luego está el caso del derribo de grandes obras, como la pagoda de Fisac o lo que se pretendía hacer con las naves de Clesa, de De la Sota.
-La trascendencia de un edificio es limitada, la sociedad puede hacer una valoración de si le conviene o no. Yo creo que hay otros edificios de Fisac que merecían una defensa más enconada que la pagoda. Con respecto a Clesa quizá no vale el mismo razonamiento. Como tantas obras de Alejandro de la Sota es valiosa y hubiera estado bien conservarla en su integridad, pero es bien sabido que aquellos edificios que tienen unas dependencias funcionales más estrictas son también los que más rápidamente devienen obsolescentes. Cuando ya Clesa no es una central lechera habrá que buscarle algún nuevo acomodo. No todos los edificios valen para cualquier cosa, pero seguramente Clesa es un edificio capaz de absorber usos diversos sin haber llegado al extremo de la demolición.
-¿Cree que en España falta un reconocimiento a la generación de los 50-60, profesionales como Sáenz de Oiza, Vázquez Molezún...?
-Arquitectos como Sáenz de Oiza han tenido un reconocimiento grande y cualquiera que haya salido de la escuela de Madrid se ha beneficiado y guarda la memoria de lo que es un maestro de arquitectura. Los reconocimientos públicos ligados a premios y distinciones es algo a lo que yo no le doy tanto valor. Y con el caso de Ramón Molezún, lo mismo.
¿Un arquitecto prefiere el aplauso de sus colegas al de la sociedad a la que sirve?
-Un arquitecto, a poco crítico que sea, lo que más valora es cuánto ante sí mismo su trabajo tiene la dimensión que le gustaría que tuviese. A quien primero hay que satisfacer es a uno mismo, y en ese sentido sería una mala cosa no someter el trabajo que uno hace a una autocrítica.
-Su estudio no tiene página web. ¿No necesita dar a conocer sus proyectos o es que reniega de Internet?
-Habrá que preparar una web para que no parezca desdén... Quien quiera saber y comunicarse tiene muchos modos de hacerlo, desde las obras en sí mismas a los libros, revistas, publicaciones, comentarios de la gente que está alrededor... En una web no sé cuánto la información entra en conflicto con el pudor.
-Esto entronca con el abandono del dibujo en la arquitectura en favor de las nuevas tecnologías. ¿En su estudio se sigue dibujando como antes?
-No, prácticamente todo el mundo trabaja con ordenador, menos yo. Estamos en un momento de transición, la arquitectura ha hecho uso del dibujo durante quinientos años y ahora hay otros modos de abordar el proyecto. El conflicto es que, en tanto la perspectiva o los dibujos tradicionales ponían inmediatamente en relación la geometría del dibujo con la geometría de la industria de la construcción que había detrás, hoy se vive un momento incierto: se dibujan y se adelantan figurativamente muchas arquitecturas que luego tienen muy mala ejecución. Está por ver cuál va a ser la evolución de una industria como la de la construcción, el impacto que vaya a tener la robótica... Entretanto se seguirán usando materiales muy parecidos a los de ahora. En esto de los materiales hay muchas contradicciones: el siglo XXI ha entrado haciendo del vidrio el material que con más comodidad trabajan los constructores, y que permite establecer los costes con mayor facilidad, en flagrante contradicción con conceptos como la conservación de la energía, el aislamiento... Materiales como el hormigón, que parecían definitivos, hoy hay que manejarlos con mucha más cautela.
-Usted enseña en Harvard desde hace años. ¿Los alumnos tienen más receptividad que en España?
-La diferencia es de base: un estudiante en América, y en Harvard de modo especial, valora, porque sabe el costo que para él tiene, una enseñanza universitaria y entonces hay una dedicación y una entrega total. La enseñanza superior en Europa siempre parece algo a lo que el estudiante tiene derecho y no da pie a ese esfuerzo y a esa sensación de disfrutar de un privilegio que hace que los estudiantes de Harvard tengan una entrega desinteresada, total.
-Barragán, Félix Candela, Niemeyer, Eladio Dieste... ¿Podría decirse que existe una arquitectura propia de Latinoamérica?
-No diría tanto. La arquitectura latinoamericana cayó muy rendida a los pies de Le Corbusier y produjo arquitectura de altísimo nivel, desde Argentina a Venezuela, arquitectos como Amancio Williams, los brasileños Niemeyer y Lucio Costa, Reidy, Lina Bo Bardi, Carlos Raúl Villanueva o, en México, arquitectos como Pani [Mario] o Ramírez Vázquez. Es arquitectura muy pendiente de coincidir con la idea de progreso arquitectónico europeo. Hoy la arquitectura latinoamericana trata de encontrar un tono propio y singularidad.
-El premio Pritzker de este año ha recaído en Alejandro Aravena. ¿Cree que la arquitectura social debe tener un papel más destacado?
-El premio a Aravena, que hubiera podido producirse con más tranquilidad dentro de tres o cuatro años, se concede a un arquitecto con un gran talento y grandes condiciones de arquitecto en el sentido más tradicional. Sería equivocado pensar que el Pritzker lo ha premiado por su condición de reformador social o de arquitecto que ofrece un bálsamo de Fierabrás para resolver los problemas de la arquitectura de los más desfavorecidos.