Estaba escrito que la junta de gobierno de Santiago nunca debió aprobar el pago de la defensa de un edil imputado en la Pokémon. Era un secreto a voces (hasta una concejala confesó en público el «error político enorme») que iba a pasar lo que ha pasado: Los siete ediles han sido condenados a nueve años de inhabilitación, cosa que, consideraciones sobre la dureza de la pena al margen, constituye el punto y final de un gobierno que desde la llegada de Conde Roa en el año 2011 no se despegó ni medio minuto de las páginas de tribunales. La sentencia castiga también al presidente de la Xunta y del PPdeG, quien se alineó con la extraña tesis de que la justicia podía llegar a ser injusta, defendiendo que los concejales no habían cometido irregularidad alguna. «No es una situación cómoda», subrayó Feijoo sobre Santiago. En efecto, no lo era. Y no lo será ahora, tampoco para él, especialmente viendo lo que ha dejado dicho el juez. Pero el fallo judicial castiga especialmente, sin citarlo, al alcalde Ángel Currás, otra cosa es que este quiera darse por enterado, que parece que no. Misteriosamente, Currás no estuvo presente en la junta de gobierno que ha desembocado en este cataclismo, y después, temiendo quizás lo que se avecinaba, defendió a sus ediles (que ya han dimitido) digamos que no con especial ímpetu. Es típico de algunos políticos, y de algunos capitanes de barco, gritar «las mujeres y los niños primero» mientras corren hacia el bote salvavidas. Currás no anunció ayer lo que cabía esperar de alguien en su situación, que no era ni una abdicación al estilo monárquico ni al estilo Baltar. En coherencia, el alcalde debió decir lo que no dijo: bien, hasta aquí hemos llegado, se acabó. Un gesto así le hubiese hecho merecedor, al menos durante un instante, del bastón al que tan desesperada e inútilmente se aferra.