Ayer, en El Molinón, durante 90 minutos se apretaron los dientes y se contuvo el aliento. Se vivieron las mismas sensaciones que cuatro temporadas atrás experimentaban los seguidores de un Celta que en muy poco tiempo ha pasado de la angustia al delirio.
Aunque a toro pasado lograr la clasificación para la Europa League pueda parecer el escenario natural del equipo, no se debe perder la perspectiva. Los vigueses partían este año con un presupuesto contenido, por el camino se quedaron con los centrales justos, el capitán y el hombre que equilibraba el centro del campo -y por lo tanto permitía subir al ataque como si no hubiese un mañana- se quitó la camiseta celeste en el mes de enero, y la Copa del Rey, tan bonita como agotadora, pasó factura.
Un buen puñado de circunstancias a las que los celestes supieron reponerse a base de recorrer kilómetros, de encomendarse a la genialidad de sus atacantes, de hacer gala de la solidaridad más absoluta y de convivir en un vestuario en el que los malos gestos no tienen cabida.
Y para completar la ecuación del éxito, la piedra clave: Eduardo Berizzo, el técnico que vive la camiseta y que es capaz de transmitir emoción, ese sentimiento que, al final, es la esencia del fútbol. El argentino, en su segundo año, ha conseguido honrar al balompié construyendo un grupo contagiado por su gusto por la pelota, por la osadía y por el juego alegre. Con su traje de tipo normal y su discurso cien por cien argentino ha transmitido sobre el césped, ha hecho vibrar a la afición y ha conducido a un equipo humilde a Europa. Quizás porque él y su cuerpo técnico exprimen como nadie las individualidades de sus jugadores, su potencial -la polivalencia de los tiempos de Torrecilla- para formar un todo que ha abierto de nuevo las puertas de Europa al Celta.