El autor de «Guerra y Paz» siempre quiso destacar, vencer. Sobre cualquier tema, sobre cualquier cuestión, sobre cualquier polémica
09 sep 2014 . Actualizado a las 18:25 h.León Tolstói (Lev Nikoláievich Tolstói) nació hace hoy exactamente 186 años en Yasnaia Poliana, una aldea rodeada de frondosos bosques a 200 kilómetros al sur de Moscú. De familia aristocrática -su padre, conde; la madre, princesa-, se quedó huérfano muy pronto, y a los 19 años se vio dueño de 330 campesinos-siervos y de 1.500 hectáreas de tierra. Fue aquí cuando Tolstói empezó a asumir una filosofía humanitaria, de solidaridad con los necesitados, que acabó convirtiéndose en una suerte de religión personal.
Después de haber intentado darle sentido a su vida a través del ejército, de los círculos literarios, de los viajes por Europa, del trabajo en el campo, los ideales sociales y evangélicos de León Tolstói le llevaron a renunciar a sus propiedades, y después, a abandonar a su familia, para morir días más tarde, solo, en la estación de ferrocarril de un pequeño pueblecito, Astápovo. El reloj de la estación marca, desde ese día e invariablemente, las 6.05. Era 7 de noviembre de 1910 y el genio ruso que cambió la literatura con su obra Guerra y Paz fallecía después de una agitada y dramática existencia.
Los dardos de León Tolstói disfrazados de frases literarias, su fuerte personalidad arrasadora, contradictoria y sumamente egocéntrica y sobre todo su desequilibrada genialidad, consiguieron hacer de él un hombre misterioso, muchas veces incomprendido. Su labor creadora suele dividirse en dos grandes etapas. Una primera, que abarcaría desde sus primeros escarceos literarios hasta la grave crisis personal de la década de 1870 y otra que cubriría el período comprendido entre esa fecha y su dramático final en la remota estación de ferrocarril de la localidad de Astápovo, de camino a un monasterio.
En esa primera etapa, jalonada por las dos grandes novelas de León Tolstói, Guerra y paz y Anna Karénina, asistimos a una plasmación cada vez más perfecta y precisa del estilo literario quizá más distintivo y personal del autor, caracterizado por una obsesiva búsqueda de la verdad y un intento de abarcar todos los motivos y facetas de la realidad. León Tolstói se demora en los detalles, explora los sentimientos y las miradas, disecciona los ademanes y los atavíos, otea los campos, nombra plantas y flores, detalla la textura de la nieve, contempla los cielos y dibuja su voluble e impar fisonomía. Ningún pormenor escapa a sus ojos. A diferencia de Chéjov, que siempre elige y discrimina, Tolstói abarca, amontona, acumula, apila y almacena. Es un escritor exhaustivo, exuberante y ambicioso, que aspira a verlo todo, a contarlo todo, a comprenderlo todo, a desplegar todos los colores y no olvidar una mínima parcela de vida, la más nimia precisión, por escasa que sea su incidencia en la historia que está narrando.
En Anna Karénina, por ejemplo, León Tolstói parece encontrar espacio para todo. Desde ese punto de vista, más que una novela es todo un universo. No solo trenza y anuda la historia de amor o desamor de tres parejas distintas, sino que también se ocupa de los problemas derivados de la abolición del régimen de servidumbre, de la organización de las asambleas rurales de nobles, del papel de la aristocracia en el desarrollo del país, de cuestiones agrícolas y ganaderas, de la pasión por la caza, de la organización injusta de la sociedad, del mundo cenagoso y turbio de las altas esferas, de la trágica sumisión de los débiles, de la soledad e indefensión de los desposeídos. El catálogo de temas es inagotable. La vastedad y amplitud de la mirada alcanza proporciones casi sobrehumanas.
La voz de León Tolstói
No menos asombroso y múltiple es el cuadro de Guerra y paz, donde además León Tolstói destroza los moldes clásicos de la novela, abriendo paso a la voz del autor, intercalando en el seno de la acción reflexiones históricas, sociales, críticas, comentarios sobre disposiciones técnicas y táctica militar. En ese sentido, Tolstói se entrega a una labor agotadora y épica, casi excesiva: no quiere que se escape nada, aspira a recrearlo todo, a plasmar la totalidad de lo que ve, sin dejarse nada en el tintero o en el almacén de la memoria, y sin renunciar nunca, como ya se ha dicho, a su compromiso insobornable con la verdad.
A lo que aspira León Tolstói es a reflejar el mundo entero que le muestran sus pupilas, a interpretar y comprender a las personas con las que se topa, a desgranar las reflexiones que las situaciones vitales que va atravesando suscitan en su cerebro. De ahí que tanto los personajes como las vicisitudes, los marcos geográficos, los paisajes, las fisonomías, los tejidos de las ropas, los colores de las hojas, el olor de la tierra, los extraiga no de su imaginación, sino del hueco inagotable de su recuerdo, de sus inquietas y avariciosas observaciones personales. En Anna Karénina, por ejemplo, se sirve como modelos de personas a las que conoció o trató; y, por supuesto, echa mano de sus propias experiencias y vivencias. Así, la escena de la boda, con el absurdo incidente de la camisa, está tomada de la suya propia, y también el episodio de la entrega de los diarios a su joven prometida. León Tolstói necesitaba modelos reales para construir sus héroes y sus imágenes. El mundo que le rodeaba era para él una realidad irrenunciable, una suerte de andamio imprescindible para levantar el edificio pasmoso de su ciclópea obra narrativa.
León Tolstói y el arte universal
En la segunda etapa, León Tolstói ensaya una crítica implacable de su estilo anterior. Todas las reflexiones y los análisis al respecto los expone en el más interesante de los numerosos y dispares ensayos que escribió -¿Qué es el arte?-. Dice Tolstói en esa pieza que el arte verdadero debe aspirar a ser universal, no a satisfacer únicamente los gustos y expectativas de un grupo social concreto (aristócratas, académicos, literatos) o una nación determinada. En ese sentido, se da cuenta de que ese exclusivismo achacable a cierta literatura se debe al empleo excesivo de detalles de tiempo y lugar. Como características esenciales del arte verdadero, León Tolstói destaca estas tres: la singularidad, la claridad, y, por encima de todo, la sinceridad. En suma, lo que propone y ensaya ahora es un arte desnudo de artificios, despojado de atuendos y añadidos innecesarios, esquemático y nuclear, portador de una verdad límpida y esencial, que pueda ser asumida y comprendida por cualquier hombre, en cualquier rincón del globo. Como ejemplo de ese arte básico, indiscutible e intemporal Tolstói pone la bíblica historia de José y sus hermanos.
En esa segunda época los mayores logros de León Tolstói se centran en el género del relato, pues esos presupuestos estilísticos requieren y buscan limitación, esencialidad, contención. Los títulos son numerosos: Jadzhi Murat y La muerte de Iván Ilich son los más conocidos y encomiados, pero hay, además, decenas de cuentos más breves, todos ellos inolvidables y perfectos a su modo, a pesar de su contenido más o menos doctrinal: Amo y criado, El padre Sergio, Después del baile, Cuánta tierra necesita un hombre, Divino y humano, El diablo, Jlostomer, Donde hay amor está Dios y tantos otros, como su maravillosa recreación de la vida de Buda.
Ensayos y diarios de León Tolstói
La obra de León Tolstói no se circunscribe, ni mucho menos, al ámbito de la literatura. Ya se ha mencionado su labor ensayística. Habría que citar también su interpretación de los Evangelios, sus copiosos e interesantísimos diarios, sus libros de lecturas, sus silabarios, su recopilación de pensamientos y relatos de todas las tradiciones y escuelas, su impar correspondencia. De todo ese tumultuoso océano, destacan los admirables Diarios, que tienen como tema casi exclusivo al propio Tolstói: en sus páginas inmensas el autor se observa, se estudia, se examina, se alaba o se increpa, en un intento de introspección psicológica sin parangón en la historia de la humanidad.
Su dramático final
De todos es conocido el trágico final de León Tolstói: su excomunión de la Iglesia ortodoxa, la sumisión a su implacable y enredador discípulo Chertkov, los roces y desavenencias con muchos de sus hijos, sus discusiones envenenadas con su mujer y su dramática huida del hogar en plena noche. Con todo, es posible que a Tolstói, con su histrionismo y su afán de notoriedad, ese desenlace llamativo y deslumbrante no le desagradara del todo. Siempre quiso destacar, vencer, decir la última palabra. Sobre cualquier tema, sobre cualquier cuestión, sobre cualquier polémica. Su indomable naturaleza no admitía la postergación ni el segundo plano, solo el primer término, la capitalidad.
El joven León Tolstói tuvo todo tipo de amores y adicciones, dejaba embarazadas a campesinas y seducía a burguesas, y en sus años universitarios se dejaba todo su dinero en apuestas. Se alistó en el ejército, escribía diez horas seguidas sin parar y hasta regaló todos sus bienes a los más necesitados. Al final decidió morir solo.
León Tolstói renegó de su labor literaria y adscribió el conjunto de su producción a la categoría de arte malo, excepto dos obras: Dios ve la verdad, pero tarda en decirla y El prisionero del Cáucaso. Y es que el arte fue para el ruso una empresa difícil, compleja y alada. Valga, como ejemplo, la definición que él mismo da de esa actividad: «Corrigiendo el estudio de un alumno, Briúlov hizo unos pocos retoques y de pronto un estudio torpe y mortecino cobró vida. "Vaya, lo ha retocado usted un poco, y todo ha cambiado", dijo uno de los alumnos. "El arte empieza donde empieza ese poco", dijo Briúlov. Esa observación vale para todas las artes [...]. La transmisión de la emoción musical, que parece tan sencilla y tan fácil de alcanzar, solo se produce cuando el intérprete encuentra esos momentos infinitamente pequeños necesarios para la perfección musical. Lo mismo pasa en todas las artes: en pintura, un poco más claro, un poco más oscuro, un poco más alto o más bajo, más a la derecha o la izquierda; en el arte dramático, una entonación más fuerte o más débil, un parlamento declamado un poco antes o un poco después; en poesía, una palabra de más o de menos, o un poco exagerada, y ya no se produce contagio». Porque el arte, nos dice León Tolstói, es una suerte de contagio mágico y esencial, que permite que los hombres nos comuniquemos, nos comprendamos y nos conmovamos.