Se puede decir que en el caso Pussy Riot ha habido dos «performances», dos intervenciones de arte radical: la primera fue su allanamiento de la catedral de Cristo Salvador de Moscú, en la que las componentes del grupo se grabaron cantando una canción más o menos blasfema. La segunda «performance» ha sido su juicio en un tribunal ruso. Y no es fácil distinguir cual de las dos es más surrealista o más punk: si la imagen de las chicas saltando encapuchadas frente al altar y cantando contra el presidente o la de las mismas chicas metidas en una campana de cristal y escuchando una sentencia que al juez le llevó tres horas leer y terminaba con una condena a dos años de trabajos forzados.
Las activistas acertaron mejor en esta puesta en escena: el contraste entre la agresividad de su protesta con la serenidad y elegancia de su pose en el juicio, su belleza y aparente vulnerabilidad frente a la tosca brutalidad del penoso sistema judicial ruso... Todo ello tenía que hacerlas irresistibles para los medios occidentales, y así ha sido. Nabil Rayab, un joven activista que acaba también de ser condenado a tres años en Bahréin por tuitear contra la monarquía absoluta de ese país no lo ha logrado.
El problema en el caso de Pussy Riot es que la fuerza de la «performance» es tal que nos puede llevar a confundir apariencia con realidad cuando se trata de entender qué significa esto en el contexto de la política rusa.
Las comparaciones que ha suscitado el juicio de las Pussy Riot con el estalinismo y sus «juicios farsa» son quizá irresistibles, pero resultan un mal camino para entender la Rusia de Putin. Rusia no es una dictadura sino una democracia de muy mala calidad. El poder de Putin no descansa sobre la represión sino sobre el asentimiento de una mayoría de la sociedad y, hasta cierto punto, del soborno. Como sucede con el fraude electoral, la represión de las voces discordantes es para Putin una especie de cuestión de orgullo, no una necesidad. A Putin no le haría falta falsear votos ni prohibir manifestaciones para mantenerse en el poder, y si recurre a esos métodos es por lo que podríamos llamar una lamentable cuestión de estilo, pero no es ahí donde reside el secreto de su fuerza. Este está en la comparación favorable que hacen muchos rusos entre su Rusia y la de Yeltsin, la del liberalismo salvaje y la virtual desaparición del Estado durante los años noventa.
En la prensa occidental no han dejado de publicarse artículos celebrando el coraje de las tres activistas y anticipando la hipótesis de que esto podría ser el comienzo del fin para Putin. Pero mientras que lo primero es indudable, lo segundo es más que improbable. Todo indica que el efecto sobre la opinión pública rusa es el contrario: ha reforzado todavía más la imagen de Putin como hombre de orden y ha empeorado la de quienes se le oponen. Estos han quedado, a ojos de muchos rusos, caracterizados como gamberros que odian a la religión y a Rusia, como afirma solemnemente la disparatada sentencia judicial.
Es el doble filo del activismo provocador, que logra rápidamente una audiencia pero distancia a la mayoría. Según los sondeos de opinión, apenas un 17 % de los rusos tenían dudas sobre la limpieza del proceso, solo un 6 % simpatizaban con las acusadas y tan solo un 4 % creían que debían ser absueltas.
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