
Los conservadores norteamericanos tienen una mala relación con los huracanes. Al Katrina se le atribuye el comienzo del fin de la era Bush, y ahora el Isaac amenaza con golpear Florida mientras se reúnen en Tampa los delegados de la convención republicana. Podría ser que hasta hubiera que cancelarla. Pero lo peor para Mitt Romney, el candidato republicano in pectore, es que según las malas lenguas eso casi podía casi considerarlo una suerte. Porque lo cierto es que Romney se la juega en esta convención.
Si las campañas norteamericanas fuesen simplemente una cuestión de dinero, como cree tanta gente, Romney ya habría ganado. En los últimos tres meses ha recaudado casi el doble que el presidente, cuyo tan elogiado método de financiación a través de las redes sociales ha resultado otra moda pasajera más (las elecciones tampoco son una cuestión de clicks de ratón). Las encuestas no son especialmente malas para Romney: está empatado con Obama y, mientras que solo un tercio de los demócratas dice estar motivado para votar, la cifra sube al 50 % entre los republicanos.
Pero si Obama decepciona, Romney no seduce. Su nombramiento de un ultraconservador como compañero de candidatura no le ha hecho despegar sino que ha generado más dudas. Le siguen frenando varias contradicciones relacionadas entre sí, muy difíciles de resolver a la vez. Los votantes le ven distante, misterioso, pero ese misterio se debe, entre otras cosas, a su esfuerzo por evitar que se habla de su religión mormónica (los mormones no son una secta del cristianismo, sino una religión completamente diferente). Por otra parte, Romney es relativamente moderado, pero su base electoral es extremista. No son pro-Romney, son anti-Obama, y bastante incluso anti-Romney también. Tampa, a la sombra del huracán y del Tea Party, es el lugar donde el candidato tendrá que enfrentarse a todos esos acertijos y tratar de resolverlos en un solo discurso o fracasar.
Son solo problemas de imagen, pero eso, en unas elecciones norteamericanas, lo es todo. Romney está obligado a hacer el discurso de su vida, a construir un relato que convenza a su audiencia en televisión de que no es un radical, pero que a la vez no resulte tan «moderado» que su público en vivo, los fanáticos del Tea Party y los «libertarios» de Ron Paul, le abucheen. Tendrá que invocar su fe religiosa, pero de modo que no se note demasiado que no es cristiano.
Sus escritores de discursos, si pudieran, tirarían por la vía de la ambigüedad, la santa patrona de los políticos, pero de un discurso de convención se esperan claridad y eslóganes. De los presidenciables norteamericanos se requiere que sean cuenta-cuentos, narradores avezados, pero esto sería un reto hasta para Sherezade. Y Romney, que es muchas cosas singulares, no es Sherezade. De hecho, Sherezade es su rival en estas elecciones. Romney tendrá que enfrentarse a esa famosa retórica de Barack Obama en tres debates televisados que ya da por perdidos. Más razón aún para considerar Tampa su gran oportunidad, porque quizá sea la última.
El mundo entre líneas