Si lo que ha ocurrido en las proximidades de Damasco es lo que la oposición siria denuncia, se trataría del mayor ataque con armas químicas desde la matanza de Halabja, en el Kurdistán iraquí en 1988, en la que murieron más de tres mil personas a manos del Ejército de Sadam Huseín. Por eso conviene hacer memoria y recordar cuál fue la reacción internacional entonces.
El mundo tardó mucho en siquiera aceptar que había ocurrido algo. Sadam era un aliado de Occidente e, incluso cuando se hizo evidente que había sido él, la ONU tan solo fue capaz de emitir una declaración de condena abstracta y dirigida tanto a Irak como a Irán, país con el que Sadam estaba en guerra. Incluso se organizó una campaña impulsada por el Pentágono para culpar a Irán, lo que resultaba particularmente cruel, puesto que, aparte de los kurdos, decenas de miles de soldados iraníes fueron gaseados también en aquella guerra. Fue muchos años después, cuando Sadam pasó de repente a ser un enemigo, cuando Halabja se convirtió en un símbolo y Sadam en su autor indiscutible. Fue el argumento principal para justificar la invasión de Irak en el 2003 y el único crimen por el que se juzgó al dictador.
Considerando esos precedentes, la reacción internacional a las alegaciones de Siria está siendo mas rápida, pero no mucho menos confusa. En realidad, ayer todavía seguía sin haber información suficiente, por lo que no es extraño que la reunión urgente del Consejo de Seguridad de la ONU se cerrase sin un acuerdo. Lo que no se entiende es por qué no se ha puesto en marcha todavía una investigación independiente. Esto no debería de ser difícil considerando que los rusos no se oponen porque están convencidos de que han sido los rebeldes quienes han organizado el ataque. La confianza de Moscú podría pecar de ingenua, lo mismo que la de los aliados occidentales de que tiene que haber sido Al Asad. Por eso la investigación es urgente.
Tan convencidos están en Londres y París de que el régimen ha usado armas químicas que ayer volvían a insinuar la necesidad de una intervención militar. Pero su insistencia no hace sino resaltar la cautela de la Casa Blanca, que se contenta con muestras de indignación genéricas. La ironía (si es que en algo tan trágico puede existir la ironía) es que Obama había fijado sus famosas «líneas rojas» en un ataque químico, precisamente porque creía que tan solo el régimen sirio tenía la capacidad para llevarlo a cabo y sus servicios secretos le habían asegurado que no lo haría nunca. Ahora está atrapado por su promesa de actuar en el caso de que esto suceda, pero también por el dilema de qué hacer si al final resulta que Rusia tiene razón y han sido los rebeldes. Seguramente, negarlo sin más, como con Sadam al principio.
Pero si Washington no quería ya intervenir al comienzo de la guerra civil siria, sus incentivos para hacerlo han disminuido radicalmente en las últimas semanas. La elección de un moderado como presidente de Irán, Hasán Rohani, ha quitado presión al asunto de las armas nucleares de ese país y, por tanto, a la necesidad perentoria de debilitarlo privándolo de su aliado sirio.
Mientras tanto, el caos de Egipto hace temer a Estados Unidos un escenario en el que su aliado Israel se pudiese ver rodeado de países en guerra en dos fronteras simultáneamente (o en tres, si sumamos una posible guerra civil en el Líbano). Una intervención con tropas sería prácticamente imposible y una zona de exclusión aérea, ineficaz según la mayor parte de los analistas militares. A estas alturas de la guerra, lo único que se puede hacer es alargarla o dejar que termine con la victoria de Al Asad.