Nelson Mandela: Referente moral imprescindible

Enrique Clemente Navarro
Enrique Clemente REDACCIÓN / LA VOZ

INTERNACIONAL

Pasó 27 años en la cárcel, pero apostó por el perdón y la reconciliación

06 dic 2013 . Actualizado a las 07:00 h.

«Durante mi vida me he dedicado a esta lucha del pueblo africano. He luchado contra la dominación blanca y he luchado contra la dominación negra. He albergado el ideal de una sociedad democrática y libre en la que todas las personas vivan juntas en armonía y con igualdad de oportunidades. Es un ideal por el que espero vivir y aspiro a alcanzar. Pero si es necesario, es un ideal por el que estoy dispuesto a morir».

De esta forma acababa Nelson Mandela su largo alegato de más de cuatro horas ante el Tribunal Supremo de Pretoria, el 20 de abril de 1964, en el llamado juicio de Rivonia. En su autobiografía El largo camino hacia la libertad cuenta que hasta ese momento había leído su discurso, pero entonces dejó los papeles y sin apartar sus ojos del juez Quartus de Wet pronunció de memoria esas célebres palabras. «El silencio en el tribunal se podía cortar con un cuchillo», recuerda. El hombre más buscado por el régimen racista, la «Pimpinela Negra», como se le llamaba, había sido detenido en agosto de 1962. Se enfrentaba a cargos muy graves: sabotaje e intento de provocar una revolución violenta.

Aquel día comenzó a forjarse la gigantesca figura de una de las personalidades más grandes del siglo XX. A sus 45 años se revelaba como un hombre de Estado y demostraba su gran talla de líder. Fue condenado a cadena perpetua y recluido en la prisión de Robben Island, la Alcatraz sudafricana. Desde entonces y hasta su liberación el 11 de febrero de 1990 solo se aludía a él como el preso número 46.664. El más famoso del mundo y el símbolo de la resistencia al oprobioso sistema del apartheid.

Mandela no murió por ese ideal pero entregó 27 años de su existencia para que se hiciera realidad la actual Sudáfrica democrática donde conviven blancos y negros. Tuvo que pagar un altísimo precio personal: su vida familiar quedó destrozada. Pero supo perdonar y apostar por la reconciliación en una impresionante demostración de generosidad y altura de miras que resultó decisiva para el futuro de su país. Fue su presidente entre 1994 y 1999, pero mucho más que eso. Ha fallecido en la cama como padre indiscutible y sabio de la nación, artífice de una de las mayores proezas del siglo XX: conseguir que todo un país cambiara, que la población negra abandonara sus deseos de venganza y convencer a los blancos de que dejaran atrás sus temores ancestrales a un gobierno negro.

Sin rencor

Cuando fue liberado, el régimen no las tenía todas consigo, a pesar de que habían mantenido conversaciones secretas con Mandela durante cuatro años. Temían el factor ayatolá, en alusión a lo que hizo Jomeini en Irán. «No existen indicios visibles de rencor contra los blancos, aunque quizá se trate de una farsa», decía un informe secreto del Gobierno. ¿Y si los había engañado y su propósito era llamar a las masas negras a rebelarse? En la biografía autorizada de Anthony Sampson, se reproduce el texto, que enumeraba en tono de admiración sus rasgos: pragmático, idealista, disciplinado.

Pero Mandela no fingía. En prisión había tomado la firme determinación de conducir a su pueblo a la libertad sin recurrir a la violencia. El impulsivo activista que se convirtió en comandante de la Umkhonto we Sizwe, el brazo armado del Congreso Nacional Africano cuando este cambió en 1961 su apuesta por la resistencia pacífica a lo Gandhi por la lucha armada, fue madurando en la cárcel. Como señala Sampson, hubo dos Mandela, el que entró en prisión y el que salió de ella.

Sin renunciar nunca a sus principios, se volvió mucho más pragmático y se dio cuenta de que la vía política era la correcta. De la misma forma que se ganó el respeto de sus carceleros, supo negociar con cortesía y firmeza con los capitostes del apartheid, responsables de la masacre y humillación de los negros. Siempre haciendo gala de su gran empatía, su humanidad, su calidez y su «sonrisa de mil voltios», como la ha definido John Carlin, autor de El factor humano, uno de los periodistas que mejor lo conocían.

Madiba se ha ido, pero perdurará como un ejemplo para la humanidad, un referente moral en una época huérfana de dirigentes de su talla. Era no solo el político, sino el personaje más venerado del mundo en razón a sus méritos y logros. El africano más respetado de todos los tiempos. Nunca un Premio Nobel de la Paz estuvo más justificado.