Miles de personas abarrotaron el recinto de las Torres do Oeste en el desembarco de los hombres de Ulfo
06 ago 2012 . Actualizado a las 20:41 h.No le faltaba razón al que decía ayer en Catoira que a la romería vikinga le falta cada vez más rigor y le sobra graduación alcohólica. Que las fiestas temáticas están degenerando, todas, en macrobotellones es un hecho, y si en Catoira no se andan con ojo, de la esencia de aquello que fue quedará más bien poco.
Miles de personas llegaron desde los cuatro puntos cardinales para presenciar ese rebobinado histórico en el que los bárbaros invaden Galicia donde el Ulla endulza la ría de Arousa. Los que no madrugaron tuvieron que pasar por caja -es un decir- y pagar cuatro euros en alguna de las muchas leirapárking que se le escapan a Montoro en la contabilidad.
«¡Muerte a los cristianos!»
En esta romería-recreación todo es bárbaro, desde los protagonistas al paisaje, el programa y la oferta. «¡Muerte a los cristianos!», gritaba un vikingo bien caracterizado desde lo alto de unos zancos. Lástima de gafas. Hay atuendos más y menos logrados, pero abunda demasiado el poliéster y el cuerno plástico. Y los historiadores rigurosos defienden que los vikingos verdaderos tenían cuernos, si acaso, en sentido figurado, pero no en el casco. Intente cambiar ahora esa imagen.
A eso de las doce, tres embarcaciones de otro tiempo interrumpen la línea del horizonte. En la más grande, decenas de guerreros penetran en la desembocadura del Ulla y profieren gritos salvajes. «¡Úr-su-lá! ¡Úr-su-lá!». En lo alto del mástil ondea una bandera gallega, porque son bárbaros, sí, pero bárbaros do país. El barco va a motor y avanza rápido. No así los que lo siguen, cuyos remeros son incapaces de mantener un rumbo. Uno es el Frederikssund, de elegante línea y ruidosa tripulación. Semejante equipo sería incapaz de invadir la isla de Perejil. Van tan descompaginados que si no encallan y naufragan es porque la zódiac de Protección Civil los empuja por la popa. Una lancha de la Guardia Civil se afana para que no pase nada. Pero el rumbo es tan calamitoso que desisten de dar la vuelta a la Illa do Rato y desembarcan. Los del drakkar grande lo hacen del otro lado del puente. Unos y otros saltan a tierra y armados con martillos de madera y espadas sintéticas invaden Catoira otra vez. «Lo de remar podían ensayarlo algo más, ¿no?, es un poco... en fin», le dice en catalán un turista contrariado a su esposa.
Después toca ponerse a cubierto, porque el tinto del Ulla causa estragos por dentro y por fuera. Y los invasores se crecen y se enzarzan en un frenesí de fango, vino y agua sucia que provoca algunos daños colaterales. Al fondo, cuatro gigantescos pilares de hormigón eclipsan a lo que queda de las Torres do Oeste. Guerreros peludos, hombres bravos y rudos que juran por Odín y fuman tabaco rubio; mujeres descocadas con trenzas, menús vikingos, artesanos que elaboran sus propias antigüedades...
La fiesta ganaría en interés si Baco no le pisara tanto el terreno a Thor. Porque no hay que olvidar que está declarada de interés turístico internacional y por eso no debería ser otro botellón más.
nacho mirás
Una lancha de Protección Civil empujando un «drakkar» es una imagen mejorable