Su mirada aterradora, y a la vez aterrada, recorría cada punto de mi cuerpo buscando una señal que delatase mis intenciones. No podía mover ni un músculo. Estaba en una situación que no se había dado en años. ¡Qué digo en años! ¡En décadas! Habíamos llegado a este punto gracias a esas redes sociales, que de sociales no tienen nada. La gente se había vuelto tan dependiente de ellas, que al final ya no eran una opción, sino una necesidad primaria. Nacieron como una expresión de libertad y nos encerraron en una cárcel de por vida. Una cárcel en la que los muros los poníamos nosotros, evitando cualquier contacto con la realidad, con el mundo y con los demás.
Las familias ya no tenían lazos, los amigos eran desconocidos y los extraños ni siquiera existían. Las calles, que antaño habían estado llenas de gente, de luz y de alegría, aparecían día tras día en la más absoluta soledad, resaltando el ambiente gris y melancólico. Ya no había niños, o por lo menos eso creía, porque hacía más de veinte años que no veía a ninguno. Bueno, ni niños ni adultos. La verdad es que, a mis sesenta y cinco años, puedo decir que me he pasado la mitad de mi vida sin hablar con nadie. Y esa era la razón, la dichosa razón que me había conducido adonde estoy. ¡No sabía hablar! No era capaz de emitir más que un murmullo gutural que no conducía a nada, y solo hacía que él se pusiera más nervioso.
Su mano izquierda sostenía una pequeña lata de conservas mientras que la derecha agarraba con firmeza un cuchillo de cocina. Se balanceaba levemente de un lado a otro, respirando con fuerza. A cada intento de comunicación por mi parte, él clavaba aún más su mirada en mí, con la esperanza de adelantarse a cualquier ataque, a cualquier daño que le pudiera infligir.
¡Sabía que esa era la única salida! Y esa salida se me escapaba entre las manos. Intentaba recordar mi niñez, mi juventud, cuando todo se basaba en eso. ¿Cómo era aquella palabra? Sabía escribirla, claro está, pero esto era distinto. Tenía que concentrarme. Era ahora o nunca. Moví mis labios y forcé mi garganta una vez más: «Hhh-ooooo-l-aaa».
>Laura Fernández Fernández tiene 26 años y es diseñadora gráfica