La escritora británica, premio Nobel en el año 2007, creció en el ocaso del colonialismo y comprometió su voz con los derechos de los desfavorecidos
18 nov 2013 . Actualizado a las 12:16 h.Suscitó cierta cínica sorpresa la imagen casera, campechana y descuidada de la escritora angloiraní Doris Lessing cuando hizo sus primeras valoraciones de tras conocer que había sido galardonada con el Premio Nobel de Literatura 2007. ¡Como si el arte tuviese que ver con el estilo en el vestir! Los medios tomaron al asalto su casa en West Hampsted, al lado de un pequeño bosque al norte de Londres, y apenas se bajó de un taxi le espetaron la noticia. Con su flema británica, les sugirió: «Miren, ustedes me dicen lo que tengo que decir y yo lo digo». A sus 87 años estaba muy lejos de su cénit creativo como narradora, pero continuaba siendo una mujer de carácter, más preocupada por la realidad, por su hijo, por los derechos de los desfavorecidos, por leer y escribir que por el decoro de su aspecto físico, el cuidado de su jardín o la brillantez de sus palabras.
Dicen que tenía su casa desordenada, llena de libros por todas partes y de pequeños objetos y recuerdos, tomada por sus gatos, cercana a la guarida de un afectado por el síndrome de Diógenes. Sin embargo, en su humor, en la luz inteligente de su mirada, seguía siendo ese férreo producto salido del poscolonialismo británico, hija de un funcionario del imperio destinado en la ciudad persa de Kermanshah (hoy Irán), donde ella nació, y cuya infancia transcurrió poco después en una granja de Rodesia del Sur (actual Zimbabue), donde vivió hasta 1951.
Tal periplo vital forjó su visión combativa, su conciencia crítica sobre las urgencias de tomar parte en la lucha por los derechos de la mujer y contra el apartheid. Y no rehuía la controversia. Por algo la Academia Sueca justificó su elección entonces -tarde, como ya es costumbre- al alabar su obra como la de «una narradora épica de la experiencia femenina, que se propuso analizar con escepticismo, pasión y fuerza visionaria una civilización fragmentada». Porque ella fue una luchadora, una trabajadora, decidida, testaruda, que enseguida se emancipó del yugo familiar, y a la que irritaba que le preguntaran por la inspiración, cuando, en su opinión, la experiencia creativa era sobre todo dedicación, pasión, empeño.
El espíritu de la época
Y de eso a Lessing le sobraba. Solía decir que adoraba contar historias, pegadas a la realidad. «Solamente fui parte del espíritu de la época, la época en la que viví», corroboró. En este sentido, su condición de persona normal, de la calle, le impedía participar de los cenáculos literarios y el regodeo en los elogios. Hasta deploraba que la considerasen feminista en tanto que su novela El cuaderno dorado (1962) fue elevada a emblema del movimiento -«instintivamente rechazo todo movimiento», decía-. Así fue como renunció a varias distinciones, entre ellas, en 1999, el título de dama del Imperio británico a la mismísima reina Isabel II: «Ya no hay ningún imperio», alegó.
El cuaderno dorado -su obra más reconocida-, la pentalogía Hijos de la violencia (1952-1969), La buena terrorista (1985), Diario de una buena vecina (1983), Las abuelas (2003), o los libros que publica bajo el seudónimo de Jane Somers, son los hitos mayores de una larga trayectoria literaria de ficción. También los títulos más autobiográficos Dentro de mí (1995) y Un paseo por la sombra (1997) son especialmente significativos en el marco de su producción.
Tras conocerse su muerte ayer, Nicholas Pearson, su editor en HarperCollins, aseguró a medios locales: «Incluso a muy avanzada edad siempre fue intelectualmente inquieta, reinventándose, curiosa sobre el cambiante mundo que nos rodea, siempre inspiradora». Para la escritora Ana María Moix, «era una autora muy completa, tanto en su dominio del cuento, la novela o el ensayo, como en su visión anticipativa, desgraciadamente, de la hecatombe ecológica del planeta, con inundaciones, terremotos y hambrunas».