Si hubiera que buscar una razón incontestable para justificar la necesidad imperiosa de reducir radicalmente el número de ayuntamientos españoles podríamos encontrarla en nuestra historia: mientras otros países europeos han llevado a cabo desde mediados de la pasada centuria drásticas agrupaciones municipales, los ayuntamientos españoles han descendido en un siglo tan solo en un millar: de 9.287 a finales del XIX a 8.116 en enero de este año.
Es verdad que, en ese mismo período, España ha pasado de algo menos de diecinueve millones de habitantes a una cifra que casi la triplica (en torno a cuarenta y siete millones), pero lo es, sobre todo, que los cambios de naturaleza muy diversa que el país ha experimentado hacen no solo innecesario sino disparatado contar con una estructura municipal decimonónica: en la España de comienzos del siglo XIX quizá fuese explicable que más de la mitad de sus ayuntamientos no llegasen a mil habitantes, pero en la de comienzos del XXI que el 73 % de nuestros municipios no lleguen a dos mil y el 86 % (6 de cada 7) a cinco mil constituye un dispendio de fondos públicos que el país ya no puede soportar.
Quienes están en contra de la medida argumentan que los funcionarios, que suponen una parte notable del gasto local, seguirán ahí después de la fusión, pero el argumento es peregrino: 8.116 ayuntamientos suponen 8.116 fuentes de los gastos más diversos que sencillamente desaparecerían si en lugar de ese número hubiese un tercio nada más.
Por eso la noticia, estrella sin duda del último debate del estado de la autonomía de la actual legislatura, de que se fusionarán Cesuras y Oza dos Ríos (poco más de 3.000 y 2.000 habitantes, respectivamente), debe ser sin duda bienvenida, pero para afirmar de inmediato que si queremos que la fusión sea un proceso eficiente y racional las cosas no deberían hacerse de este modo. Y es que no se trata de que los municipios, gallegos o del resto de España, se fusionen, diríamos a la carta, según lo vaya decidiendo cada uno y con arreglo a la forma en que lo hagan, sino como consecuencia de un plan, es decir, como resultado final del proyecto que debe nacer tras un estudio detenido para aplicarse con carácter general.
Al ritmo de una fusión cada 44 años -los transcurridos, desde la última, en Galicia- tardaremos siglos en tener el mapa municipal que necesitamos y podemos permitirnos. Seamos claros: si hemos asumido que hay que ponerse manos a la obra para acabar con uno de los muchos disparates de una Administración que amenaza ruina hagámoslo con valentía y decisión y sin esperar a que dentro de otros 44 años decidan unirse otros dos municipios que sumen en conjunto una población similar a la de un barrio habitado de cualquier ciudad.