Los aplausos del menosprecio

Fernando Ónega
Fernando Ónega DESDE LA CORTE

OPINIÓN

13 jul 2012 . Actualizado a las 07:00 h.

Lo que más ha dolido a mucha gente, a toda la gente que los ha visto en directo, han sido los aplausos. Las redes sociales ardían el miércoles con una comparación: la ministra italiana que lloró cuando tuvo que comunicar a su Parlamento la rebaja de las pensiones. En aquel instante fue muy criticada. Ahora se ensalza su humanidad: mientras a ella se le saltaban las lágrimas, aquí los diputados del PP aplaudían cada recorte que iba anunciando Rajoy. Lo jaleaban. Les faltaba gritar «olé» y llamarle torero. Celebraban el ruido de la motosierra. Estaban encantados de cómo el poder que representan metía las tijeras en las entrañas del ciudadano. Recreaban en el hemiciclo el circo romano donde se vitorea a los leones y el gladiador más dotado derrota al débil.

El recuerdo de esos aplausos quedará en la memoria como una de las escenas parlamentarias más ofensivas. Esas señorías de las manos calientes no saben lo que es para un funcionario quedar sin paga de Navidad, sino sin el ordenador que le está pidiendo su hijo. No saben lo que significa para multitud de familias que el coste de la vida les suba un 3 %. Ignoran qué es quitar un 10 % a quien lleva meses buscando empleo. Desconocen el sobresalto de todos los comercios de España, que se ponen a temblar ante la caída de ventas por el IVA. Tampoco les importa demasiado: la inmensa mayoría de esos diputados se han sentado allí con tres finalidades: votar sí a lo que diga el Gobierno, calentar el asiento y aplaudir con frenesí.

Para más asombro, esa actitud despectiva hacia el pueblo que representan ha encontrado una explicación de uno de sus jefes de filas: no aplaudían los recortes; aplaudían el valor de quien los estaba presentando. Fantástico. Un jefe de filas no obtiene garantía de respaldo de su grupo parlamentario porque diga algo ingenioso, ni porque haya encontrado las soluciones que necesita su país, sino porque demuestre que los tiene bien puestos. Es la política de los redaños elevada a la categoría de bien de Estado. No se les ocurre pensar por un momento en el ciudadano que les otorgó su voto, sino en el personaje que les garantiza el puesto.

Manada. Individualmente son magníficos. Juntos en aquel redil se comportan como una manada. En cuanto a uno se le ocurre aplaudir, ninguno quiere quedar como tibio, que la tibieza en el militante es casi una traición. Mientras la mayoría de los analistas tratamos de encontrar un argumento de comprensión para no incendiar la calle, ellos provocan ese incendio con su adulación y culto al jefe. Me temo que, como los espectadores del circo con hambre de sangre, ahora están esperando que el líder madure nuevos recortes para poderlo aplaudir.