Empujado por un poder distinto del que le otorgó con todo mérito la soberanía nacional, el presidente del Gobierno se ve hoy en la obligación de afrontar la peor crisis económica (y también social y política) que le ha tocado vivir a España desde la transición.
No es precisamente gozoso gobernar en medio de semejante tempestad. Nadie puede arrendarle la ganancia. Porque, como suele pasar cuando sobrevienen cataclismos como el que estamos viviendo, el triunfador de las elecciones tiene que olvidar sus buenos deseos, retorcer sus promesas e incluso negarlas para hacer lo contrario de lo que propuso.
Pero reconocer de entrada la dificultad del momento no quiere decir en absoluto que se pueda coincidir mínimamente con la presunta solución que ayer propuso el presidente del Gobierno y hoy, si nadie lo remedia, consumará en el Consejo de Ministros.
En primer lugar, habría que cuestionarse si tiene España que someterse a los dictados de quienes actúan solo por su propio interés, sea desde los grises despachos de Bruselas, los funcionales de Berlín o los lujosos de la City londinense y otras capitales del mundo.
Ni la Unión Europea, ni Alemania ni los famosos mercados están legitimados para imponerle a España una especie de suicidio económico y social. Porque los términos en que se está planteando -como ya le sucedió a Grecia y a Portugal- no son de ayuda, sino de usura.
Y si en el contexto europeo es inevitable someterse a semejante disciplina (que no es otra que socializar la miseria a marchas forzadas), un buen gobernante tiene la obligación de buscar alternativas con una sola finalidad: preservar al máximo los derechos, la forma de vida y las sanas expectativas de sus ciudadanos. Los políticos están para resolver problemas; no para agrandarlos.
Pues bien: se ha hecho todo lo contrario. Lo que el miércoles anunció Mariano Rajoy a los españoles -por decirlo de una forma elegante- no es de recibo. No debiera esperar aplauso, desde luego; y ni siquiera comprensión, por mucho que se hagan tantos esfuerzos en las opiniones publicadas.
De ningún modo puede compartirse que tengan que afrontar semejante factura tres o cuatro generaciones de españoles, mientras se regodean en sus poltronas los verdaderos causantes de la bancarrota del sistema financiero y del despilfarro continuo del dinero público.
Basta poner el ejemplo de la gestión de Bankia, contemplar el desahucio de una familia en paro o asistir a una manifestación de los pequeños ahorradores atrapados con trampa en las preferentes, para preguntarse por qué los que originaron este enorme daño a la sociedad se escabullen sin dar cuentas.
Del mismo modo, mucho antes de blandir el bisturí -como hace ahora este Gobierno, y antes el de infausto recuerdo-, habría que haber analizado con rigor dónde están las vías de fuga que vuelven insostenible el gasto público.
Si de verdad se quisiera ver, no llevaría mucho tiempo constatar que la dilapidación tiene su origen en la exagerada hipertrofia de las estructuras políticas. Ayuntamientos incapaces de sostenerse, diputaciones carentes de utilidad, comunidades autónomas creadas para engordar a la clase política, ministerios vacíos de contenido, instituciones acomodadas en el boato, televisiones públicas infladas en varias capas por cada gobierno de turno para asegurarse su propaganda.
Ahí es donde ni siquiera ha entrado el bisturí del Gobierno. Sin embargo, ha cortado sin contemplaciones en el único tejido sano que tiene España: su gente, su clase media.
El poder no se ha atrevido con los que tienen poder, pero sí con los que no lo tienen.
En primer lugar, ha hundido a toda la población haciendo subir el IVA justo cuando más detenido está el consumo. Es tal la aberración (por lo que tiene de contradicción con los cacareados objetivos de crecimiento y creación de empleo) que hasta algunas grandes empresas que tienen la fortuna de poder aguantar ya han anunciado que no lo repercutirán a los consumidores.
Junto con ese castigo general a la economía de la clase media, el Gobierno se ha aplicado para hacer aún más daño a quienes menos lo merecen.
Retira la paga extra de Navidad a los empleados públicos, quizá el sector más injustamente tratado por este Gobierno y el anterior. El médico que atiende en la Seguridad Social, el profesor que se encarga de educar en el colegio público o en la Universidad, el bombero, el policía y todos los que sirven a los ciudadanos, despreciados una vez más por quienes deberían motivarlos.
Reduce las ya de por sí exiguas e incompletas ayudas de la ley de dependencia, y envía al fondo del pozo a quienes tienen que atender a familiares impedidos, aun a sabiendas de que esa es la peor situación para poder conciliar las obligaciones personales con un trabajo.
Quienes lo han perdido o pueden perderlo son hoy el eslabón más débil de la sociedad. Y para ellos también ha habido más bisturí, dado que se reduce el seguro de desempleo. Con los parados, son los pensionistas los que quedan en peor situación, ya que el IVA en productos básicos no distingue edades ni situaciones personales, y el copago farmacéutico les exprime lo que no tienen.
Tamaño ataque a la línea de flotación de la clase media no se arregla de ningún modo. Ni siquiera incluyendo en el paquete otras medidas menos insensatas, como rebajar el número de concejales (aplazado al aún lejano 2015), o recortar las subvenciones a partidos y sindicatos en vez de eliminarlas. Tampoco con el gesto a la galería de bajar el sueldo de los ministros y altos cargos.
Si hoy se consuman todos estos duros hachazos a la vitalidad del país, nadie debería extrañarse de que se produzca no ya el desafecto general hacia los gobernantes actuales y anteriores, sino algo peor. Cada vez está más presente entre gente buena y civilizada la idea de que los políticos que les piden el voto terminan traicionándolos. Por eso crece el sentimiento de insumisión.
Lo cierto es que quienes desgobiernan así son los únicos culpables de que cada vez seamos más los que nos sentimos insumisos políticos.
Mejor les sería revocar urgentemente estas aberraciones.
O si no pueden o no quieren, irse ya a descansar a casa.
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