De los 22 países que conforman el Magreb y Oriente Próximo, Marruecos es quizás el que ha superado los primeros embates de la primavera árabe con menos daños colaterales.
El rey Mohamed VI, en cuanto vio lo que se le venía encima, se apresuró a pedir consejo a Francia sobre cómo paliar los efectos adversos de las justas y legítimas reivindicaciones de sus ciudadanos. En un tiempo récord, el 9 de marzo del 2011, es decir, poco más de un mes desde el inicio de las manifestaciones, el monarca alauí anunció cambios sustanciales. El 1 de julio se llevó a cabo un referendo sobre una nueva Constitución, que fue aprobada por una aplastante mayoría del 97 % de los votantes. A finales de noviembre tenían lugar las primeras elecciones legislativas plenamente democráticas, en las cuales salió victorioso, siguiendo la tendencia en la zona, un partido islamista. El intento de revolución se zanjaba, así, de manera expeditiva y formalmente impecable.
Sin embargo, la realidad deja mucho que desear: las violaciones de los derechos humanos, sobre todo de las mujeres, las desigualdades sociales, la crisis económica y la corrupción a la que no se pone freno dejan ver que Marruecos mantiene intactas sus viejas lacras. Y, entre ellas, destaca la cuestión del Sáhara Occidental, que hace dos días sufrió el último aldabonazo con las durísimas penas aplicadas a algunos saharauis detenidos durante el campamento del 2010. Marruecos confía en que el tiempo, casi cuatro décadas ya de opresión, hará que los saharauis sucumban a la absorción magrebí. Pero lo cierto es que, a pesar de la desidia internacional, estos hombres y mujeres del desierto se resisten a desaparecer. Estas condenas solo reforzarán su determinación.