Físicos contra burócratas

José Carlos Bermejo Barrera FIRMA INVITADA

OPINIÓN

22 may 2013 . Actualizado a las 07:00 h.

La historia de la física creó las mejores imágenes de científicos geniales, de Arquímedes a Newton, pasando por Galileo condenado por la Inquisición y culminando en Einstein, Heisenberg y los grandes físicos del siglo XX; su desarrollo avanzó a pasos de gigante gracias a la capacidad de experimentar y pensar de unas pocas mentes maravillosas. Sin embargo, ya no solo Newton, sino ninguno de los creadores de la física contemporánea podría obtener hoy plaza alguna en el mundo académico, al no cumplir las normas diseñadas por unos funcionarios que no son científicos eminentes, pero sí expertos en medir todo con la misma medida, ya sea la física teórica o la filología hebrea, gracias a su nueva ciencia de la epistemetría.

Los artículos de Einstein fueron publicados sin referees, apenas tuvieron lectores y su impacto fue muchos años posterior a su publicación en una revista alemana. Ni él ni ninguno de los grandes científicos del siglo XX fueron contratados siguiendo un baremo neutro, sino solo por sus méritos, a veces evaluables por muy pocos expertos (Eddington llegó a decir en un momento que solo él y Einstein comprendían la relatividad). Y figuras como Gödel o Turing combinaron la soledad de sus investigaciones con la más absoluta excentricidad. Pero todo cambió con la II Guerra Mundial, el mayor proceso de innovación científico-técnica realizado por la humanidad en el más breve lapso de tiempo. Con ella y el proyecto Manhattan se crearon los primeros grandes programas y equipos de investigación, formados por miles de expertos y científicos y coordinados por militares y políticos. En este caso, un general de brigada daba órdenes a Einstein, Gödel, Oppenheimer y tantos otros. Y ese mismo general prohibía publicar nada que tuviese que ver con el proyecto y comenzó a preocuparse cuando en la bibliografía alemana dejó de publicarse en esos mismos campos, los de verdadero interés estratégico y económico, en los que lo que se descubre nunca se da a conocer más que por sus efectos.

La tecnociencia actual es capital por su importancia militar, económica e industrial y por sus efectos reales, que a veces poco tienen que ver con la publicación en serie de papers en revistas que en el mundo acaparan prácticamente dos editoriales. Los sociólogos e historiadores de la ciencia, que son quienes poseen una visión de conjunto de la misma, saben que hoy tenemos más científicos que en toda la historia humana, que de cada cuatro de ellos tres son químicos, que se publican más de 3.000.000 de artículos al año, que la mayoría de ellos poco aportan y no responden más que a la presión de publicación que se ejerce sobre los investigadores y de la que se lucran los editores. Señala L. Zuppiroli (La burbuja universitaria, 2012), un ingeniero suizo, el caso de un profesor que en un año (1995-1996) aparece como coautor de 57 papers, en los que figura junto con otros 197 autores, y H. Freeland Judson, un médico, nos habla en su libro The Great Betrayal. Fraud in Science (2004) de un investigador coautor de 2.000 papers, que resultan ser uno por cada 10 días de vida activa.

¿Qué ha ocurrido? Pues que la tecnociencia real se ha disociado de la publicación científica y el currículo de los científicos se ha convertido en una serie de méritos medibles, que a veces funcionan y otras anulan a los mejores, solo evaluables por su colegas expertos en función del contenido de sus trabajos, no de su número y de los lugares de publicación. Y si a ello sumamos el celo delirante de pseudopedagogos y supuestos expertos en el gobierno universitario tendremos el sistema español de evaluación científica, reiteradamente censurado por expertos y que se ha convertido en una máquina de creación de lo que estos llaman ciencia bling-bling (de pacotilla). Si, como señala el editor jefe del British Medical Journal, «debe desaparecer la revisión a pares porque sus defectos son mayores que sus beneficios. Porque es lenta, cara, una pérdida de tiempo académico, discriminatoria, porque se presta al abuso y no es capaz de ver grandes defectos, ni mucho menos de detectar el fraude» (Peer Review in Health Sciences, Londres, 2003), debiendo ser sustituida por la revisión por equipos de expertos de cada revista, es fácil imaginar lo que pasa en España y con las revistas españolas, en la que de todos es sabido que los evaluadores de proyectos y currículos son móviles como pluma al viento, y que sumando variopintos méritos, como ocupar cargos, hacer cursos de fonación, etcétera, méritos que se modifican en cada convocatoria, crean y destruyen vidas académicas muchas veces al margen del conocimiento real. Lo que solo es posible en el país de la papernomics, en el que la universidad, al margen de la realidad social y económica, solo sabe pedir dinero para incrementar plantillas que jamás podrán absorber a miles de investigadores, engañados por sus maestros, toreados por los evaluadores y destinados a estrellarse contra el mundo real, mientras los dueños del sistema lloran por ellos con lágrimas de cocodrilo.