Aveces, eso que llamamos el estilo de alguien no responde más que a apariencias diseñadas por terceros, para gustar, para acomodarse a las tendencias dominantes o para dirigirlas, pero puede carecer de conexión alguna con la personalidad real de quien exhibe tal estilo. Ocurre a menudo con el aspecto físico de los políticos y con su mismo discurso, controlados por asesores de imagen y estrategas de comunicación, o el de los ídolos pop fabricados por el márketing del espectáculo: su aspecto, sus modos y sus palabras no conectan necesariamente con quienes son, sino con quienes quisieran ser o parecer. Digo esto, porque a la hora de hablar de los primeros cien días del papa Francisco, la palabra que más se repite es, precisamente, estilo.
El estilo de Francisco atrae por sí mismo, porque su sencillez, su sobriedad y su poderoso sentido del compromiso no son impostados, sino coherentes con su biografía y con lo que predica, en un mundo que se caracteriza por el aprecio de lo opuesto: la búsqueda a cualquier precio del dinero, del poder, de la fama, de la popularidad, el desprecio de la mesura, que se entiende como represión, el miedo al compromiso, a la lealtad.
Esta es la revolución de Francisco para dentro y fuera de la Iglesia. No pretende ser un papa enrollado, pero sí cercano, de modo que la exigencia, precedida por el ejemplo, se perciba como resultado de la comprensión y el afecto. Más exigencia a los que más pueden, más afecto a los vulnerables y débiles, a los que pueblan los mundos periféricos de nuestro tiempo. Un perfecto estilo anticorrupción.
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