No deja de ser curioso que en España, país de bajo índice de lectura, haya políticos que se ufanen de haber leído un libro, y que sean los del Tea Party madrileño encabezados por Esperanza Aguirre, que se proclaman seguidores de A. Smith cuando piden privatizarlo todo. A. Smith publicó en el año 1776 su libro sobre la riqueza de las naciones, en el que sostenía que, así como de la conjunción de las fuerzas de atracción y repulsión surge la armonía del cosmos, del mismo modo la convergencia de todos los egoísmos generaría el bien común, si el mercado fuese totalmente libre. También B. de Mandeville había defendido en 1729 esta misma idea en su Fábula de las abejas, un tratado económico-filosófico que afirmaba que los vicios privados son la base de la prosperidad pública, completando otra idea suya, propuesta en 1724, en su Humilde defensa de los burdeles públicos, según la cual el uso público de algunas mujeres no solo sería a base de ciertos placeres comunes, sino de la propia prosperidad económica de cada reino
En el siglo XVIII, como puede comprobarse si se leen las 916 páginas del libro de A. Smith, cosa que no parece verosímil que haya hecho el Tea Party madrileño, a juzgar por su modo de hablar, se puede comprobar que en el casi no existía el Estado. Más del 80 % de los impuestos se gastaban en la defensa, y ni la educación, ni la sanidad, ni las pensiones eran sufragadas por el poder público. Sí existían muchos impuestos, locales y regionales, de los que se beneficiaban los nobles y las iglesias, y estatales, que tenían como fin proteger el comercio nacional de la agresión de las importaciones. A partir de la segunda mitad del siglo XX, por el contrario, con el nacimiento del estado omni-administrativo y la creación de los sistemas públicos de educación, sanidad y pensiones, el presupuesto del Estado pasó a ser una de las magnitudes más grandes de las economías nacionales, y la presión fiscal se incrementó notoriamente, lo que hizo posible que el gasto público no solo fuese clave para el funcionamiento del consumo, sino que también pudiese funcionar como una inversión generadora de riqueza.
Para el liberalismo son el mercado, el trabajo y el capital los que crean la riqueza, y la presión fiscal, la inflación y cualquier tipo de coerción extraeconómica han de ser siempre los males a evitar. No cabe duda de que en parte esto es así, de que la riqueza es básicamente producción y consumo, y que el capital es un factor a considerar a la par que el trabajo, estando ambos enmarcados y regulados por los sistemas legales y fiscales y protegidos por los sistemas penales. Pero también puede darse el caso, como ha ocurrido en España, de que la ausencia de un verdadero mercado capaz de crear riqueza se intente compensar básicamente con el gasto público, el crédito y el endeudamiento, de tal modo que el dinero público se convierta en la fuente principal de adquisición de riqueza para los políticos, que aspiran a vivir a costa de la propia política e incluso a costa de sus propios partidos; para los empresarios que andan a la busca y captura de todo tipo de subvenciones y exenciones fiscales; y para muchas otras clases de pillos dispuestos a hacernos creer que sus vicios privados son la garantía de nuestro bien común, cuando tienen a su disposición las arcas públicas, y si hiciese falta, a la propia justicia. Predicar en la España del ladrillo y el turismo, de la charanga y la pandereta el adelgazamiento del Estado cuando solo se aspira a saquearlo de distintas maneras (gestionando la sanidad pública con medios privados, en vez de crear una inviable sanidad privada; incrementando las subvenciones a la educación privada en detrimento de la pública; favoreciendo el endeudamiento de las Administraciones públicas para acabar por controlarlas, como ocurrirá en el caso de las universidades; cazando licitaciones públicas en la construcción, los transportes y los servicios públicos de todo tipo; predicando las virtudes de los planes de pensiones privados en un país en el que los bancos quiebran y saquean los ahorros de sus clientes, para acabar siendo salvados por el dinero público), no deja de ser una tomadura de pelo que tiene más que ver con el Patio del Monipodio -lugar de reunión del hampa sevillana en el siglo XVI en una novela de Cervantes- que con lectura de ningún economista.
Si B. de Mandeville creía que los vicios privados son la base de la prosperidad pública, lo mismo propugna Esperanza Aguirre, al defender en Eurovegas la legalización del vicio de fumar, compañero indispensable del vicio propiamente dicho. Y es que no cabe duda de que la prostitución es una magnitud económica neoliberal, si no que se lo digan a Strauss-Kahn, cuyas particulares pasiones llegaron a no coincidir con el bien común, o a S. Berlusconi, atrapado al fin en las redes de una joven sirena, y que, eso sí, consiguió, en su versión latina del neoliberalismo, pagar sus particulares vicios privados con los fondos públicos, invirtiendo el sentido de la propuesta de Mandeville, en la que los clientes de las prostitutas generaban el bienestar público. Esto es lo contrario de prostituir todo lo público a favor de los vicios privados, como ha ocurrido en España donde incluso, al contrario de los cuentos en los que el protagonista sueña con casarse con la princesa, alguno que otro consiguió realmente casarse con ella para poder así vivir del cuento.