Como era de esperar, la cifra de muertos aumenta al tiempo que el intercambio de acusaciones. Las posturas cada vez más enfrentadas dan la impresión de un país dividido en dos facciones: los que defienden la democracia y la legalidad y, por extensión, a los Hermanos Musulmanes, y los que apoyan la actuación militar a favor de la oposición política, y por extensión el retorno de una dictadura, un contrasentido. En realidad, se trata de una lucha por el poder de una organización que considera que «el islam es la solución» -la única posible- y la democracia un invento contrario a Dios que hay que eliminar, frente a los que quieren una democracia representativa reservando la fe al ámbito privado. Los hechos son innegables, en Egipto se ha producido un golpe de Estado militar contra un Gobierno elegido democráticamente. Pero es la letra pequeña, lo escrito en tinta invisible, lo que cuenta. Lo que se dirime no es la supervivencia de la democracia egipcia -todavía titubeante y con serias taras en su nacimiento- sino la del islamismo político aspirante a un nuevo califato. Un islamismo financiado generosamente por Arabia Saudí durante décadas y ahora apoyado por Catar. Un islamismo que se asentó en las universidades en los setenta para captar a jóvenes idealistas irritados contra la pobreza, la injusticia social y las dictaduras. Que pagó a los voluntarios de Afganistán de cuyo seno surgieron los terroristas de Gam?a al Islamyia, Al Qaida, etc. Un islamismo cuyo fracaso cambiaría el curso de la historia de Oriente Medio o, quizás, lo reconduciría hacia el que nunca debió apartarse: la democracia.