Antes de responder a la pregunta del título, permítame que me confiese. No soy un pacifista radical, y más de una vez he opinado a favor de las llamadas misiones de paz, cuya finalidad formal era acabar con dictaduras sanguinarias. Tampoco creo que el mundo pueda vivir sin alguna forma de autoridad internacional, aunque para denominarla de esa manera exija la mínima legitimidad que daba la ONU antes de que Bush la redujese a puro espectro. Y, aunque me gusta mucho desmitificar a la autoridad (gobernantes, jueces o diputados), en modo alguno pongo en duda su función de aplicar la ley y de mantener en cada sociedad el orden legítimamente convenido, aunque en esa difícil misión cometan muchos errores. También creo en Dios -¿qué le vamos a hacer?-, de cuyos designios espero un balance final como el de Leibniz, que, a pesar de ser un excelente científico, definió este mundo como «el mejor de los posibles». Y odio radicalmente las dictaduras, de las que, por haber pasado por la cárcel y el TOP, tengo experiencia directa y suficiente.
Dicho lo cual, y estando en posesión de mis facultades mentales, mantengo que los ataques relámpago que monta Occidente (con el liderazgo de EE.?UU., Inglaterra y Francia) solo sirven para demostrar quién manda, para derivar la amistad fraternal con los dictadores gastados hacia los dictadores reciclados, y para convertir las cruentas guerras civiles en masacres internacionales muy tecnificadas. Sus demás objetivos y resultados pueden verse a diario en Afganistán, Irak, Egipto, Libia y demás países que tuvieron la desgracia de recibir ayuda.
El trío benefactor que va a salvar Siria lo integran tres naciones: la que no fue capaz de cerrar Guantánamo, que miró con complacencia el golpe de Estado egipcio, y que está a punto de entregarle Afganistán a los talibanes; la que hundió el crucero Belgrano, lleno de reclutas argentinos, para dejar claro que el prestigio imperial vale más que cualquier principio; y la que, después de haber provocado la intervención en Libia, aún no sabe a quién ayudó, ni para qué, ni fue capaz de impedir o castigar el degradante asesinato del dictador al que habían apoyado durante decenios.
De ese trío proceden muchas de las armas legales e ilegales -incluido el gas sarín- que usan en estos conflictos. Y a ninguno de ellos se le debe ni una sola transición democrática exitosa y pacífica. Porque ellos nunca trabajan la paz y la democracia. Solo usan la guerra -como hacían los capataces con el látigo- como carta de presentación. Por eso no hay plan ni proyecto para Siria, ni objetivos, ni acciones preventivas ni farrapos de gaita. Lo único que hay es una feria de muestras de tecnología militar -llamada «guerra relámpago»- de la que solo están pendientes los dictadores, que siguen siendo sus mejores clientes. ¡Pobre Siria!