¿Hay que quemar al papa?

José Carlos Bermejo Barrera FIRMA INVITADA

OPINIÓN

14 oct 2013 . Actualizado a las 07:00 h.

¿Hay que quemar al papa, tal y como hizo durante siglos la Santa Inquisición con herejes, judíos, brujas y sodomitas? A juzgar por los comentarios crecientes de determinado tipo de personas que, confesándose católicas y por lo tanto fieles a quien dirige su iglesia, pero que piensan que al cielo siempre ha ido y seguirá yendo la gente de toda la vida, da la impresión de que sí. El papa es la máxima autoridad de la Iglesia en el terreno jerárquico y doctrinal e infalible en cuestión de fe para los católicos, pero además de ello es un referente moral indiscutible ante la opinión pública mundial cuando expresa y defiende sus ideas y opiniones. En España y otros países europeos en los que el poder político y eclesiástico fueron a la par durante siglos, es muy difícil comprender cómo puede haber otros países, como EE.?UU., en los que, siendo el derecho a practicar una religión un derecho fundamental, es totalmente inconcebible que el Estado privilegie a ninguna religión sobre cualquier otra. En EE.?UU. la Iglesia católica tiene el estatuto jurídico de un corporación, una sociedad anónima, pero la conducta pública y privada de sus miembros y sus ideas puede tener gran influencia ante la opinión pública.

Para quienes no son católicos, el papa desempeña un empleo singular, y digo empleo no por falta de respeto a la institución, sino para recordar que la Iglesia fue fundada por un carpintero acompañado de unos pescadores, y no por un príncipe o un banquero. En toda su historia ha habido una gran tensión entre dos polos a los que los antiguos cristianos llamaban el Reino y la Comunidad, o lo que es lo mismo: el mundo de la riqueza y el poder político, regido por lo que San Agustín llamaba la libido dominandi; y el mundo de la solidaridad, el anhelo de justicia y el respeto y el amor desinteresado a los demás, que estaría regido por lo que el mismo San Agustín llamaba la libido sciendi, o la búsqueda del conocimiento de la verdad y a la vez de Dios. Durante dos mil años ha habido incesantes intentos de volver a recuperar el mensaje inicial del Evangelio, que se consideraba traicionado o adulterado por las acciones de los propios cristianos y por el desarrollo de la Iglesia como institución, que a partir del siglo II comenzó a acumular riquezas y acabó alineándose con el poder político a partir del siglo IV. Docenas de movimientos intentaron la renovación de la Iglesia en los terrenos doctrinal, económico, jurídico y político para intentar conseguir que volviese a ser lo que supuestamente había sido en sus comienzos. Casi siempre se insistía en lo mismo: en que el nivel moral del clero era muy bajo, no solo porque no cumpliese el celibato que no fue establecido prácticamente hasta la Baja Edad Media, sino por abusos de todos tipo en este terreno; que el clero y los obispos eran avaros, acaparadores de riquezas y auxiliares y cómplices del poder político, cuya violencia amparaban y bendecían tantas veces. Cualquier mediano conocedor de la historia de la Iglesia lo sabe y sabe que así surgió el monacato, docenas de veces reformado a su vez, que así surgieron docenas de movimientos condenados como herejías y que por eso se hizo necesaria la Reforma y la Contrarreforma. Pero en España, un país en el que el general Franco opinaba sobre el nombramiento de obispos y entraba bajo palio en la iglesia, compartiendo este honor con la Custodia, solo parece aceptable la Iglesia que San Agustín identificaba con la libido dominandi, la que confunde sus privilegios económicos y políticos con su supuesto mensaje moral, la que censura las faltas de los demás y ampara su propios pecados.

El papa Francisco, además de ejercer su función eclesial, ha venido haciendo una serie de gestos y declaraciones que nos recuerdan el sentido inicial del cristianismo, al recordar que en él, en el Sermón de la Montaña, por ejemplo, se dice: «Bienaventurados los que padecen persecución a causa de la justicia», a lo que se correspondería el comentario de nuestros católicos biempensantes «algo habrán hecho»; o «bienaventurados los pobres», a lo que se contestaría que «lo son porque son menos inteligentes», y lo mismo ocurriría con los que lloran, los mansos... etc. Los buenos católicos practican la caridad para poder sentirse superiores, al fin y al cabo ya señalaba santo Tomás de Aquino que el mayor placer de estar en el cielo es ver cómo sufren los del infierno, y dado que si no hubiese pobres no podríamos ser caritativos es que Dios los ha puesto para que cumplan esa función en el mundo. Cada vez que se pronuncia el papa parecen comentar: «Uy, lo que ha dicho». Ha dicho lo que le exige su mandato: denunciar la pobreza como mal superable, denunciar la situación política y militar del mundo que puede llevar al desastre, denunciar el poder económico excesivo de la Iglesia, la conducta sexual más que dudosa de algunos sacerdotes, la obsesión por censurar solo el aborto o la homosexualidad. Y ha dicho que desde él al último monaguillo en la Iglesia todos pueden ser pecadores como los demás, lo que se corresponde con su doctrina y el sentido común. Es curioso que ahora cuando el papa dice verdades como templos, para eso es papa, indigne a algunos católicos y suscite más simpatías en los no creyentes, que a la vez piensan que así va a durar muy poco. Si así fuese tendría su sentido, pues el carpintero fundador de la Iglesia murió ejecutado por el poder romano, incitado por los ricos terratenientes que eran sacerdotes en Jerusalén.