El último en creer que la buena política es cuestión de voluntad fue Platón (427-347 a. C.). Porque Aristóteles (384?322 a. C.), su discípulo, ya estudió con meticuloso cuidado el conjunto de estructuras jurídicas, políticas y económicas que intervienen de forma determinante en las decisiones del poder y en las actitudes y comportamientos de los ciudadanos. Más próximo a nosotros, también el barón de Montesquieu descartó que la democracia y el buen gobierno dependiesen en exclusiva de la orientación moral de gobernantes y ciudadanos, para poner su acento en la división estructural de poderes que hoy garantiza nuestra libertad. Y por eso resulta tan extraño que nuestros políticos, algunos de los cuales vivieron la transición en plena juventud, sigan creyendo que el consenso es fruto de la grandeza del alma, de la inteligencia o de la herencia casual del carácter nunca descrito de los «hombres de Estado», y que sea esa infantil apelación sobre la que se trata de forjar un nuevo consenso para la reforma constitucional.
Porque el consenso siempre es obra de la necesidad. Y si hoy no hay consenso para reformar la Constitución de 1978 es precisamente porque nadie tiene determinada y concretada esa necesidad. Decimos -eso sí- que se ha quedado vieja por el paso de los años, y que tiene cosas -incluso muchas- que «si yo pudiese las cambiaría». Pero es evidente que nadie concreta los cambios, que nadie habla de ellos si no es con criterio partidista o chauvinismo territorial, y que nadie explica qué problemas tiene España que no se pueden resolver por culpa de la Constitución. Y este punto, créanme, es esencial. Porque, además de no existir ningún problema serio cuya solución exija un inminente modificación de la Carta Magna, es evidente que todas los cambios que hoy se insinúan tendrían el lamentable efecto de estropear aún más lo que la incuria y la estulticia política ya han enrevesado.
De esto sabía mucho el cardenal Richelieu, que, antes de convocar a los Estados europeos para la configuración del mapa y del estatus que surgieron de la Paz de Westfalia (1648), los metió a todos en la llamada Guerra de los Treinta Años, invadiendo a unos, financiando las hostilidades a otros, y provocando chispazos insoportables en los terceros, hasta agotarlos a todos, incluida Francia, y dejarlos dispuestos -gobernando ya el cardenal Mazarino- para el consenso más complicado y fructífero de la historia de Europa.
Por eso creo que los españoles debemos preocuparnos solo por el Gobierno, por regenerar la clase política y sus discursos, por ser buenos ciudadanos y por no hacer diagnósticos ni promesas que ya son falsos antes de nacer. Porque el consenso, cuando sea necesario, llegará por su propio pie. Solemnemente. Como si todos nos hubiésemos vuelto inteligentes de la noche a la mañana.