14 dic 2013 . Actualizado a las 07:00 h.

La publicación del último censo muestra con detalle y nitidez datos demográficos muy preocupantes, cuyos trazos gruesos ya conocíamos, y que apuntan a un futuro peor que difícil: imposible. Apuntan a un no futuro, como reconocen los analistas. Sin embargo, a la hora de definir las causas -que son esencialmente culturales- muchos de esos analistas se echan atrás y parpadean, perplejos, para limitarse a chapotear en los confines de lo políticamente correcto.

Así, celebran la creciente modernización y diversidad de las formas de convivencia, al tiempo que lamentan el aumento de las personas que viven solas, algo que según reconocen, «indica que el acogimiento por la familia de los mayores que necesitan cuidado ya no es norma». Deploran también que el número de familias monoparentales se haya disparado, porque se trata, dicen, de «un grupo muy vulnerable, con gran riesgo de pobreza». Y por supuesto, ahora se duelen del envejecimiento de la población debido al fuerte descenso en el número de hijos.

Ninguno se atreve a decir que buena parte de las familias monoparentales y no pocos de los que viven solos son restos de matrimonios destruidos o de esas formas modernísimas de convivencia bajas en compromiso que acabaron disueltas. Algunos relacionan los nacimientos con la estabilidad de la relación. Francisco definió esta crisis: «El matrimonio tiende a ser visto como una mera forma de gratificación afectiva que puede constituirse de cualquier manera y modificarse de acuerdo con la sensibilidad de cada uno. Pero el aporte indispensable del matrimonio a la sociedad supera el nivel de la emotividad y de las necesidades circunstanciales de la pareja». El censo le da la razón.

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