A Barca, una historia milenaria

Antón Castro TRIBUNA

OPINIÓN

26 dic 2013 . Actualizado a las 07:00 h.

A Barca, como llaman en Muxía al lugar de esa peculiar fusión del santuario pagano o precristiano de culto a las piedras sagradas -Pedra d?Abalar, Pedra dos Cadrís, Pedra dos Enamorados-, de raíz neolítica, uno de los orígenes de la identidad etnográfica de Galicia, y el santuario mariano, presidido por la Virgen de la Barca, huella cristianizadora de aquel, apareció ayer envuelto en llamas frente a un Atlántico de gigantescas olas y vientos huracanados. En el recuerdo evocaba otro diciembre tenebroso de 1978, cuando el mar arrebató para siempre el movimiento natural de A Pedra d?Abalar, que desde entonces quedó inutilizada para ejecutar sus funciones impetratorias. Dos desgracias que atentaban contra el corazón identitario del pueblo que ayer lloraba el desastre que, como el que suscribe, presenciaba en directo el discurrir lento de la destrucción del bien patrimonial más preciado que el Ministerio de Cultura acababa de restaurar.

El santuario de la Virgen de la Barca es, además de numen identitario de la Costa da Morte, uno de los templos marianos españoles de más tradición desde la Edad Media, incluso en el final del Camino de Santiago de las rutas del mar y en el tradicional periplo francés, que la leyenda quiere vincular al Apóstol, a quien se aparece María en una embarcación de piedra para dar ánimos a la fatiga de aquel, cansado de predicar a los paganos.

El santuario actual, tal vez la tercera o cuarta construcción cristiana del lugar de A Barca, fue erigido merced al celo y al mecenazgo de los condes de Maceda y Frigiliana en la época de más fervor mariano del período barroco, la de Felipe V, que no solo protegió e impulsó esta iglesia de peregrinación, sino que avaló su prestigio como nos recuerda el padre Villafañe en su Historia de los santuarios de España.

Así pues, entre 1717 y 1719, se levanta la austera arquitectura barroca de gruesos muros frente a los acantilados del océano que ve el tránsito de los buques a América, y un rico patrimonio mueble, que componían tres retablos barrocos dedicados a San Juan, a Santiago y a la patrona Virgen de la Barca, cuya imagen gótica, de mediados del siglo XIV, presidía el grandioso retablo central de Miguel de Romay, uno de los modelos más interesantes de la Galicia del primer tercio del XVIII. Cuatro retablos neoclásicos más completaban el elenco retablístico, con decenas de imágenes, además de una rica orfebrería secular y numerosos exvotos marinos, entre embarcaciones colgantes, lámparas, placas personalizadas por agradecidos náufragos y cuadros o un exquisito e igualmente secular muestrario de palios y prendas eclesiásticas. De todo ello se salvó la vieja imagen gótica de la patrona, porque el celo previsor del cura párroco la guardaba fuera del santuario y en su lugar exhibía una reproducción de la misma; los esqueletos ahumados de los dos retablos barrocos y los gruesos muros pétreos de la edificación, entre alguna imagen de menor rango.

Pero no pudo salvarse, pese al celo de los bomberos y al esfuerzo de los voluntarios de Protección Civil, la gran joya barroca de Romay, que narraba la vida de la Virgen, tutelada por los apóstoles, que se dirigía al paraíso de su camarín, en el centro, conducida en una barca por varios ángeles remeros, ante la mirada arrodillada de Santiago, que para el pueblo significaba una imagen fetiche, su imagen más identificable.

La misma que inspiró a García Lorca en La Habana, en la primavera de 1930, el primero de sus Seis poemas gallegos, cuando visitaba con frecuencia el Centro Gallego, que entonces estaba dirigido por el muxián Cayetano García Lago. Allí, el poeta granadino se enteró de otra catástrofe ocasionada en el santuario unos meses antes: cómo el sobrepeso de los peregrinos en el camarín de la Virgen provocó un derrumbe de la estructura y la muerte de algunos de ellos. Entonces Lorca le dio voz a la Barca y a su Virgen morena, siguiendo las trazas de su admirada Rosalía, que, según me recordaba, hace más de cuarenta años, Otero Pedrayo, había escrito, a los pies de estos acantilados, algunos de sus mejores poemas, como lo harían, más tarde, Hugo Rocha, López Abente, José Ángel Valente o César Antonio Molina.