Nuestra economía vive momentos llenos de contradicciones. Es verdad que algunas variables, no todas, dan señales de clara mejoría, pero los cálculos del PIB para este año no pasan de aumentos esperados de un 0,6-0,9 %. En términos de empleo, los últimos datos conocidos habrán decepcionado a muchos ciudadanos. Porque a pesar de la estabilización del último trimestre -en realidad debida a la mengua de la población activa- la destrucción adicional de casi 200.000 puestos de trabajo en un año, después de un lustro de deterioro creciente, da para pocas alegrías. Y sobre todo, nada indica que la tasa de paro vaya a bajar de un todavía escandaloso 20 % durante los próximos tres o cuatro años (recuérdese que Rajoy asumió el problema con un 22 %).
En todo caso, para que la actual estabilización se convierta en una recuperación tangible es necesario que vayan bien cosas que no dependen ni del Gobierno ni de los empresarios españoles: que la UE y Estados Unidos crezcan, que los sistemas financieros dejen de dar sustos por una buena temporada, y que en los mercados emergentes no haya sorpresas desagradables (como las vividas en estos últimos días). Ese condicionante invita a la prudencia, sobre todo porque no hace mucho tiempo -en el 2011- nos llevamos un chasco con las esperanzas de una reactivación que los factores externos finalmente frustraron.
No es malo que los gobernantes den señales optimistas y estimulantes cuando algún hecho de la realidad lo permite, pues es una forma de trabajar a favor de la recuperación de las expectativas. Pero en los últimos meses el Gobierno español se está alejando de la prudencia que reclamamos, quizá debido a que en otros ámbitos de su gestión las cosas van aún peor. No es raro oír hablar a algunos ministros o al mismo Rajoy como si la recuperación fuese ya cosa hecha. Ignoran el peligro que puede traer consigo -también para sus intereses- una posible decepción.
Quien mejor lo ha explicado ha sido el gran pensador norteamericano de origen alemán Albert Hirschman con su metáfora del «efecto túnel»: En una autopista el tráfico de pronto se para y deja a cientos de coches en un túnel. Pasan las horas, y la indignación y algún conato de conflicto se desatan. De pronto algo se mueve en el carril de la izquierda, y todos los atrapados se animan. Cunde el entusiasmo cuando el tráfico rueda cada vez más normal?. en el carril de la izquierda. Pero el de la derecha no se ha movido, y así continúa durante un buen rato. ¿No cabe esperar que un número creciente de viajeros inmovilizados se indignen, o incluso hagan alguna barbaridad?
Aplicado a la España de hoy, cabe deducir que la tolerancia ante la desigualdad irá a menos, y las posibilidades del descontento y el conflicto a más, si desde el poder se insiste en pregonar una recuperación invisible para muchos, quizá aún durante un tiempo prolongado. Cuidado con la decepción, que a veces la carga el diablo.