España no tiene remedio. Y no porque haya recortes y corrupción como en otros países bien felices y orgullosos de sí mismos, sino porque entre nosotros se han instalado un desánimo cósmico y un desprecio inexplicable de lo propio. En este país no hay más mafiosos y corruptos que en Italia, Holanda o los Estados Unidos; ni más ineficiencia que en Irlanda, Francia o Eslovenia; ni más recortes y pobreza que en Grecia o Portugal. Lo que hay es un grave complejo de ser el malo de la clase, o de sufrir la mayor desproporción del mundo entre lo que podríamos ser y lo que realmente somos.
De repente, en medio de una historia de épica y leyenda, hemos optado por lo cutre, lo plebeyo y la crasa normalidad cotidiana. Y apenas quedan sentimientos que levanten los corazones -sursum corda-, o que pongan los ojos -«la mirada clara y lejos, y la frente levantada»- en un futuro grandioso. Los héroes de antes, desde Viriato a Cascorro, han cedido su protagonismo a unas masas vociferantes que, atraídas por las miserias humanas, se concentran a las puertas de juzgados e instituciones para zaherir a los caídos y admirar a los espabilados. Los Amantes de Teruel, Inés de Castro o Macías o Namorado son desplazados por las viscerales y elementales andanzas de Belén Esteban, Raquel Bollo o Jessica Bueno. E incluso las sublimes tonadilleras del franquismo -Concha Piquer, Lola Flores o Marifé de Triana- fueron sustituidas por Chiquilicuatre -que ganó su billete a Eurovisión gracias al voto del pueblo-, Las Supremas de Móstoles o Melody, porque todo horror tiene su público.
Por eso estaba de Dios que, en este ambiente de ruina estética y moral, la eximente de amor con la que el letrado Silva quiso alejar a la infanta de las trapalladas de Nóos y Aizoon, pusiese a toda España a la defensiva, bien sea negando la existencia del amor, bien sea aduciendo su temprana caducidad, bien sea reduciendo a pura química lo que hasta ahora era la parte más espiritual e imperecedera de las culturas de Occidente. Los españoles somos radicales y contradictorios, y tanto invocamos el amor para que cada cual pueda interpretar el sexo y las instituciones familiares a su manera -«ama y haz lo que quieras», decía Lutero-, como negamos la existencia del amor que puede llevar a que un cónyuge se fíe del otro sin leerle los papeles.
Y esa es la razón por la que, desde mi reputada tendencia a razonar al revés, quiero proclamar a todos los vientos que yo -con la ayuda de Garcilaso de la Vega- creo firmemente en el amor: «Yo no nací sino para quereros; / mi alma os ha cortado a su medida; / por hábito del alma misma os quiero. / Cuanto tengo confieso yo deberos; / por vos nací, por vos tengo la vida, / por vos he de morir, y por vos muero».
¡Qué hermosa y feliz debió ser España cuando todos los hombres amábamos así!