Hasta hace tres o cuatro años, no me gustaban las procesiones de Semana Santa. Sentía respeto por su significado religioso y cultural, pero no las entendía: ni las castellanas, que me dejaron frío, ni la madrugá sevillana, que me produjo jaqueca. Pasé del respeto a la defensa cuando el discurso dominante empezó a acusarlas de atentar contra la pluralidad religiosa y el Estado laico o a pintarlas como un molesto botellón místico. Pero las defendía porque los argumentos en contra me parecían insidiosos.
Luego caí en la cuenta de que quienes recibieron a Jesús con hosannas y ramos el domingo no fueron los mismos que lo crucificaron el viernes. Los del domingo le acompañaban desde Galilea y le conocían, le habían escuchado lo de amar a los enemigos y poner la otra mejilla, le habían visto curar enfermos y perdonar pecadoras, habían sido testigos de su risa, de su llanto, de su sed. Habían sentido su mirada y la habían seguido. Estarían entre la turba que el viernes prefirió a Barrabás y pidió la crucifixión de Jesús, pero eran minoría: Jesús apenas había predicado en Jerusalén y, además, la ciudad estaba repleta de judíos procedentes de todo el mundo. Esos fueron los que, manipulados por el poder religioso y ante la cobardía del político, sin conocerlo, gritaron: ¡Crucifícale!
Después, sus amigos asistieron con dolor indescriptible a la primera procesión, la que terminó en el Calvario, la que las de ahora recuerdan. Cuando pasa una, me meto en la piel de aquella minoría absoluta aplastada por una muchedumbre que, sintiéndose justa, insultaba y escupía al más amable de los hombres. Y entiendo algo.