Ciertos medios de comunicación insisten en que Francisco ha querido unir las canonizaciones de Juan Pablo II y Juan XXIII para restar protagonismo al papa polaco. Asentado este hecho improbable, sacan consecuencias: Francisco pretendería marcar distancias con respecto a la figura y el legado de Juan Pablo II, algo inverosímil a poco que se conozca la biografía del papa actual. Parece obvio, sin embargo, que Francisco juntó las dos canonizaciones por algo más que por ahorrar gastos. Mi teoría, probablemente equivocada, es que las unió para liberar a Juan XXIII de su secuestro.
En rigor, el primer secuestrado fue el Concilio Vaticano II, convocado e impulsado por Juan XXIII, decisivo para la historia de la Iglesia. Una vez concluido, y durante bastantes años, se ignoraron los documentos que produjo y, aludiendo a un etéreo «espíritu del Concilio», su mensaje fue tergiversado o directamente inventado, muy a menudo invocando a Juan XXIII. Al Papa bueno, de saberlo, le habría producido un dolor inmenso ver a sus supuestos partidarios arrojar su nombre contra la propia Iglesia. Otros, también muy pocos, desprecian el Vaticano II o lo tratan como si fuera un concilio de segunda. A estos les disgustan los dos nuevos santos de mañana. Y ambos, progres e integristas, prestan un servicio inestimable a la propaganda anticatólica.
Francisco quiere acabar con ese discurso ensimismado y estéril -autorreferencial, diría él- y centrarse en la nueva evangelización que Juan XXIII y Juan Pablo II proponían y ansiaban. Por eso, me parece, canoniza juntos a estos dos hombres santos, bendecidos con la devoción, la simpatía y el agradecimiento de millones de personas de buena voluntad.
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