Me sorprende la sorpresa con la que se han recibido en tantos ámbitos los resultados electorales. No sé qué esperaban. Resultaba difícil imaginar un final diferente para unas elecciones como estas y en la situación histórica que atravesamos: con tanta gente sufriendo sin entender, porque no hay líderes que se lo expliquen ni soporte cultural para asimilarlo. Después de la sorpresa llegó el ataque: el sistema se vuelve contra los antisistema y los mismos opinadores que no supieron verlos venir arremeten contra ellos. Les acusan de populistas y demagogos, de que no tienen programa o de que el que tienen les parece extremista e inaplicable. Puede. Me parece, sin embargo, que no encarnan el peligro, sino la oportunidad. Pero temo que no sepamos aprovecharla.
Ojalá Alemania y sus aliados se den cuenta de que deben acelerar ya las imprescindibles reformas de la UE, en vez de insistir tanto en los reformas de los Estados, o llegará un momento en que, aunque quieran, no tendrán votos para hacerlo. Más aún, corremos el riesgo de que se pierdan los efectos positivos de una política económica durísima y discutible que, encima, habremos sufrido en vano.
El mismo peligro acecha en los escenarios nacionales, donde se añade la tentación de que algunos intenten recuperar los millones de votos perdidos por el camino de la emulación fácil de los antisistema. Es decir, copiando lo que tienen de demagógico en vez de asumir lo que tienen de razón. El resultado sería fácil de prever: no lo conseguirían, acentuarían la división polarizadora, el descontento... Y todo eso, con las manos atadas por eslóganes que les impedirían cualquier acción de gobierno mínimamente eficaz.
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