S i nos atenemos a la clásica definición de soberanía, que estuvo vigente desde el siglo XVI hasta el XX, no puede decirse que los Estados más avanzados y democráticos sean hoy Estados soberanos. Francia, Alemania, el Reino Unido, Italia o España ya no son Estados soberanos, y no solo por las importantes cesiones que hicieron a la UE, sino porque están integrados en numerosos acuerdos y pactos internacionales, de orden político, comercial, jurídico y militar, que los hacen operar con muchas normas y arbitrios externos. Ni siquiera los Estados Unidos, que son la única nación del mundo con suficiencia militar, pueden actuar hoy a su libre albedrío, al margen de los acuerdos y de las alianzas de coyuntura que le prestan numerosos países.
La soberanía clásica, en el mundo de hoy, solo significa aislamiento. Y por eso podemos decir que de haber Estados soberanos, que solo se pliegan al derecho de guerra, serían Corea del Norte, Cuba, Irán y, en menor medida, Rusia, China o Venezuela. Los demás ya estamos en otra galaxia -gracias a Dios-, y ya sabemos que en caso de dificultad se viaja mejor acompañados.
Por eso hay que preguntarse qué sentido tiene la fiebre de soberanía a la que aspiran algunos latifundios políticos que, dominados por partidos e ideologías nacionalistas o identitarias, quieren refundar Estados de la señorita Pepis. Porque, lejos de darse en áreas empobrecidas y carentes de libertad, los nuevos secesionistas europeos nacen en territorios abundosos y muy desarrollados, que influyen de forma determinante en sus Estados, y que, en términos de relaciones internacionales, no quieren cambiar absolutamente nada. Lo que quieren -y hay que denunciarlo- es moverse en la puerta giratoria que les permite aprovecharse y abusar del sistema actual. Quieren salir por un lado, para escapar de todas las obligaciones de cooperación y solidaridad con sus vecinos, y volver a entrar otra vez con nuevas condiciones, para que no se altere en nada su estatus comercial ni su posición estratégica, para que sus ciudadanos sigan disfrutando de las coberturas sociales y de los derechos políticos de los espacios que dicen denostar, y sin poner un solo euro para la casa común.
En su épico lenguaje, las maniobras económicas de Escocia o Cataluña se llaman soberanía, y suelen servirse rehogadas en historia e identidad. Pero en realidad no son más que un ejercicio de caraduras, que quieren participar de los mercados y las infraestructuras del conjunto, pero ser soberanos en su fiscalidad. O crear una Europa de los pobres, en la que ellos puedan vender y veranear sin pasaporte, sin contribuir solidariamente al desarrollo. Por eso, si se van, habrá que hacérselo sentir. Porque el futuro de Europa no se va a ganar alimentando la pillería de los desleales y cargándole la factura a los leales.