Parece conveniente que estos días de difuntos y cementerios coincidan con un momento, uno más en realidad, en el que vivimos con rabia y tedio a la vez, es decir, con impotencia, los chaparrones de una corrupción que no amaina. «Aquí rouba todo o mundo», dice mi madre delante del telediario, y me mira suplicante, en busca de una explicación o un consuelo. No entiende y se abruma. Un día, ya lo conté en otra parte, reaccionó casi gritando: «Pero... ¡esta xente pensa que non vai morrer!». Bien visto, madre.
Se trata de eso, y lo explica bastante bien Javier Gomá en uno de sus ensayos. De eso y de algo más, por supuesto. Vivir como si no fuéramos a morir resulta más peligroso que una mala democracia, agonizante en el escaso medio mundo que cuenta con una. Y más peligroso también que una crisis económica internacional de cuyo fin nada cierto sabemos, porque ya nadie entiende ni controla el propio sistema que nos ha hecho ricos. Y más peligroso que la desigualdad creciente que provoca la falsa igualdad: claro que somos iguales, benditamente iguales, la muerte nos iguala en vida, si no nos escondemos de ella ni la escondemos, si aceptamos nuestra finitud sin renunciar, por eso, a la perfección personal y colectiva.
Nuestro principal déficit no es el democrático ni el económico, sino el ético, ya denunciado hace sesenta años por Guardini. González de Cardedal se preguntaba estos días qué fue de la ética civil. Sin proyecto moral, es imposible cualquier proyecto democrático, cualquier proyecto económico, cualquier proyecto de vida. Pero esto ya sucedió antes y el mundo consiguió reinventarse. Esperemos que esta vez sin pagar aquellos precios en guerras y en siglos.