Se cumplen los cien años de la publicación de Platero y yo, un acierto exquisito de Juan Ramón Jiménez, aunque, como ocurre con todos los éxitos, tampoco le faltan detractores. Por ejemplo, el poeta gallego José Ángel Valente, que compartió estirpe lírica con Jiménez en tantos libros suyos, profirió algún que otro exabrupto contra Platero y yo. Valente no tenía razón. Pero todos deliramos alguna vez como si nos hubiéramos criado a los pechos de Artur Mas. A mis 15 años mi poeta preferido era Pemán. Pero se me apareció Platero y yo y quedé fascinado con estas palabras iniciales del libro: «Platero es pequeño, peludo, suave, tan blando por fuera que se diría todo de algodón, que no lleva huesos». Michael P. Predmore, en su excelente introducción a una edición de Platero y yo, ha escrito que este libro es cristiano. Pero, cristiano o no este libro, lo que sí está claro es que Jiménez habla de un burro y, en cuanto surge la animalidad, el cristianismo, por lo general, se va de paseo a otra zona porque él prefiere aparcar los burros y hablar de ángeles.
Cuando, en mi primera juventud, visité en el onubense Moguer, patria chica del poeta, la casa natal de Juan Ramón Jiménez, hubo un momento en que muy bien podría haber alucinado si por aquellas fechas ya se hubieran inventado las alucinaciones. Tras visitar la espléndida casa museo y la maravillosa biblioteca del poeta, desemboqué en la cuadra de Platero y ahí, anticipándome en tres décadas al presentador televisivo Jordi Évole, que dice «hostia» unas trescientas veces al día, dije sin poder contener mi asombro: «Hostia, ¿pero Juan Ramón Jiménez, el hijo de las más ideales esencias platónicas, tuvo un burro de carne y hueso?». Y ahí ya leí a Jiménez en serio y me enteré de que había tenido no solo un burro, sino varios, y Platero era la síntesis platónica de aquellos burrillos que, haciendo honor a su condición y a su nombre, eran burros tan de verdad que a veces no obedecían las órdenes del poeta y él, claro, como podemos leer en el libro, les daba alguna que otra colleja. Pero la verdad es que Juan Ramón Jiménez amó a sus burros y escribió un libro maravilloso que, a los cien años de su publicación, sigue siendo un éxito de ventas y está tan vivo.