Siempre me llamó la atención esa interpretación de que, cuando no hay mayorías absolutas, significa que los votantes han dicho que quieren pactos, como si el cuerpo electoral fuera un ente único e indivisible. Los españoles no han dicho eso, sino más bien todo lo contrario. Aunque se van a ver obligados a ello, lo nuevo no quiere pactar nada con lo viejo y lo viejo no quiere ver ni en pintura a lo nuevo. Los españoles están más divididos que nunca entre los que están hartos de la prepotencia política y la corrupción y los recalcitrantes que están dispuestos a votar a los de siempre hagan lo que hagan, presenten a quien presenten y roben lo que roben. Pero ha bastado el impulso arrollador de esa nueva media España que ha dicho basta de una vez, para dejar claro que nada volverá a ser igual en nuestra política. Que ya no vale todo. Y que el que no lo asuma cuanto antes, está muerto.
Seguir insistiendo en que Podemos y las mareas son solo un nido de comunistas o que Ciudadanos es solo un grupo de oportunistas cazavotos es, además de una estupidez, hacer el ridículo. Es obvio que hay ahí una enorme masa de votantes de todas las edades, de todas las clases sociales y de todos los orígenes ideológicos a los que solo les une el asco por la corrupción y el despotismo de la vieja política. Muchos no comparten probablemente las propuestas políticas y económicas de los partidos o agrupaciones a los que han votado, ni creen que se vaya a salir con ellas de la crisis. Pero si a una persona le quitas toda esperanza en una política tradicional decrépita y caduca, se conformará siempre con la utopía.
El futuro está por escribir, pero España dio el domingo un paso adelante que implica que, para sobrevivir, los viejos partidos tendrán que cambiar de arriba abajo. Un relevo ineludible que no pasa tanto por la fecha de nacimiento como por las formas de ejercer la política. Y es evidente que no había cambio posible mientras personajes como Rita Barberá o Esperanza Aguirre, capaz de decir en plena campaña que «al que le pique, que se rasque», permanecieran en el poder. Someter a muchos votantes tradicionales del PP cabreados con su partido, pero que estaban todavía dispuestos a apoyarlo si mostraba un firme propósito de la enmienda, al trágala de tener que dar su voto a candidatos con la prepotencia, la caspa, el lenguaje cavernícola, la falta de sensibilidad y el nulo reconocimiento de errores de Aguirre, de Barberá, del machista alcalde de Valladolid León de la Riva y de tantos otros representantes de algo que afortunadamente desapareció el domingo de la política española, ha sido un error catastrófico de Mariano Rajoy que puede costarle el verse arrastrado con ellos por el sumidero político. A largo plazo, librarse de semejantes antiguallas políticas es lo mejor que le ha podido pasar al PP porque, de seguir comandado por esa tropa decimonónica y carpetovetónica, no solo caminaba hacia la derrota, sino también hacia su propia descomposición. Está por ver si en seis meses tendrá tiempo o no de ponerse al día.